Que Despierta la furia no iba a superar el test de Bechdel era algo que la audiencia preveíamos sin exigirnos excesiva imaginación. Creo recordar —y la vi hace escasos días— que aparecen solo dos actrices —que obviamente nunca hablan entre ellas— y ambas han pasado por la cama del flemático antihéroe. La cuestión es que tampoco aprueba el test de los diálogos naturalistas ni el de la escaramuza bien graduada ni el de intentar, por lo menos, que en nuestra memoria se plasme alguna secuencia que ayude a recordar el filme pasado un tiempo. Así es. La última aventura de Guy Ritchie es un partido de primera ronda en Roland Garros, la cena del jueves pasado, un programa en Telecirco, rutina sentimental o una película alemana de sobremesa.
Estamos frente a un desahogo descomunal con una primera destacable, pero que se hace bola en su reiteración a partir del segundo acto. El realizador británico dirige una cinta de venganzas y desagravios, cambiando a Liam Neeson por Jason Statham, donde el montaje canibaliza a la historia y los disparos resuenan con fuerza. A positivar un primer tercio bien armado; nunca mejor dicho.
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