Mientras descansa en unas incómodas sillas de la sala de espera de cuidados intensivos, Davis Mitchell es despertado por su suegro para comunicarle que su mujer acaba de fallecer. Unos instantes traumáticos y concluyentes que el protagonista ha pasado, inexplicablemente, durmiendo. Y no sólo eso, además le entra hambre tras la noticia e intenta sacar unas chocolatinas de la máquina expendedora. Lagrimas, ninguna. La parálisis facial es total. Lo único que parece sacarle de su letargo es el irritante enganche de sus M&M’s en la máquina. A partir de ahí, sin saber si depende del shock de una situación post-traumática o si esa forma de ser y actuar siempre ha estado en su interior y exigía habitar una existencia sin vínculos emocionales, empieza la demolición, figurada y literal, de Davis Mitchell; un indiscutible, como siempre, Jake Gyllenhaal.
Demolición se hilvana bajo la guía continua del desguace. Desmontarse a uno mismo, y a los objetos que nos rodean, para ver qué falla. Eso sí, en ningún instante interesa volver a poner las piezas en su sitio. Esa nevera que gotea, esa casa tan estéticamente interesante como poco sugestiva o ese trabajo que nos impusieron necesitan desarmarse. Un pretexto argumental que nos lleva por un excéntrico guión, con trampas continuas (algunas divertidas), que Gyllenhaal se encarga de hacérnoslo comprender desde su silencios, desde su escaso parlamento y desde su reveladora voz en off.
Sin embargo el último tercio de la historia parece querer ensamblarse; quizá si nos la hubieran dejado desmontada, hubiera tenido muchas más lecturas. No pasa nada… yo me quedo con una: demoler, demoler, demoler, demoler.
No Comment