Sodomizan a Hitler. Sí, una salsa alemana con bigote es penetrada en un momento sexualmente inmoderado de la película. Un filme, La fiesta de las salchichas, que se goza, como diría aquel, desde el divertimento irreverente y las malsonantes apostillas continuadas. Nos reímos de un exceso que no se esconde y, lo mejor, no se pierde en ningún instante. Recién empieza y ya se abren las puertas de la sala para aquellas familias, engañadas por el cartel, que hayan decidido llevar a sus hijos al cine: salchichas encantadoras, panecillos con pestañas –indicadoras de género– y con un “sólo la puntita” como eslogan que sirve de preaviso.
Un Toy Story, de góndola, lineal y cabecera, donde los ilusos productos aguardan a que los dioses humanos se los lleven al Gran Más Allá: un lugar prometido del que no esperan más que una vida feliz de concupiscencia y copla. Sin embargo hay una salchicha que descubre lo que les espera al otro lado de las puertas automáticas y debe avisar de que todo lo que se cuenta sobre el paraíso es mentira.
Ese recado de religión mal concebida, la tolerancia entre sexos, clases, países y religiones (atención a como acaban un judío Bagel y un pan lavash palestino), la gula y la drogadicción humana y otras tantas críticas sociales, acaban algo escondidas en la desproporción sin sutilezas de tanto exabrupto, pornografía entre alimentos y escenas de enorme impacto, como la genial secuencia que simula el estallido de una bomba de harina en pleno supermercado.
Es La fiesta de las salchichas una comedia salvaje y muy entretenida, con mensaje de fondo, referencias cinematográficas continuadas y un ritmo endiablado.
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