(SÍ SE PUEDE) Siempre hay que ponerle trabas a las mejores historias de amor; deben nacer de conflictos insuperables, de familias enfrentadas, de infidelidades ocultas, de bandas rivales o de experiencias agónicas. La mayoría de las veces sabes que la cosa no puede funcionar porque no puedes juntar ni churras con merinas ni Montescos con Capuletos. Hay parejas que se enamoran a primera vista a bordo de un transatlántico, romances que escapan de la ley en busca de un final cosido a balazos, devaneos imposibles repletos de testosterona en las montañas de Wyoming y novietes sosetes que se escapan de casa porque nadie los entiende. La fórmula es clara. Titanic, Romeo y Julieta, West Side Story, Love Story, Moulin Rouge, Brokeback Mountain, Ghost y tantos y tantos millones de amores de celuloide están predestinados al desahucio simplemente porque están cortados por el patrón del “no se puede”. No se puede porque no es de tu estatus social y viaja en primera clase, porque ella es puertorriqueña y tú irlandés, porque aunque hayáis echado un polvete ella se acuesta con quien le sufrague el lecho, porque sois dos vaqueros fornidos o, sencillamente, no se puede porque tu pareja hace días que murió y las médiums le quitan intimidad a la historieta.
Aunque hay veces que todo esto se presenta al revés. Sí se puede porque son diferentes pero están hartos de siempre lo mismo y los mismos. Sí se puede porque no tienen diálogo en común pero ya se han cansado de hablar. Sí se puede porque vienen de mundos diferentes pero nadie se lo va a recordar porque están solos. Sí se puede porque se la suda el romanticismo. Sí se puede porque uno no tiene sentimientos y la otra no tiene piernas. Son amores nacidos a hostias; amores de óxido y hueso: el gusto que se le queda a un boxeador en la boca cuando recibe un buen puñetazo.
Él se llama Alí y, de repente, es papá de un niño de cinco años. Es grande, disperso y tosco pero con gran atractivo para folleteos esporádicos. No tiene casa, ni amigos, ni dinero, ni sensibilidad. Es segurata en una discoteca y participa en peleas callejeras para desahogarse y ganar pasta con las apuestas. Ella se llama Stéphanie. Tiene novio pero como si no lo tuviera. Trabaja en Marineland como adiestradora de orcas. Es atractiva y le gusta que la miren. Ha tenido un accidente laboral y ha perdido las dos piernas.
De óxido y hueso es una película de amor que no tiene romance ni cortejo, sino necesidad y aceptación. No tiene diálogos mágicos, sino terriblemente reales. No tiene secundarios invasivos, sino figurantes de refuerzo. Jacques Audiard, el autor de esa obra maestra llamada Un profeta, nos ofrece una película difícil de digerir pero que nos engancha, sobre todo en su primera hora de metraje. Un enganche que nos ayuda a soportar muy bien una segunda parte algo más melodramática. Hay que añadir, además, que son increíblemente veraces todas las secuencias donde vemos a Stéphanie sin piernas, tanto en los planos donde se aprecian los muñones o el vacío del pantalón como donde se ven las mecánicas prótesis. A positivar a la pareja protagonista: la oscarizada Marion Cotillard y el actor belga Matthias Schoenaerts.
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