Era la guerra fría un polvorín constante que enfrentaba a dos bandos que se fraccionaban convenciones, urbes enteras y recursos. Ese enfrentamiento político, artístico, militar y, sobre todo, propagandístico, que ocupó gran parte de la segunda mitad del siglo XX, apresa, en el filme de Pawlikowski un apéndice más: el sentimental. Entre la paz pactada, tras vencer una gran guerra, y el ataque latente se mueven, además de las sociedades globales, una pareja unida por la música folk polaca y por el ardor. Dos naturalezas incompatibles sentenciadas a buscarse a través del tiempo y del espacio; un tiempo no aceptado por una de las parte y un espacio asfixiante para ambos.
El director de Ida, vuelve a sus rasgos distintivos —el blanco y negro, la pantalla en cuatro tercios y mucho aire entre los personajes y el escenario—, aunque, esta vez, emplea abundantes movimientos de cámara y deja a los personajes en el centro de la acción. Cold War es una magnífica película que nos habla del amor imposible en una Europa imposible. La economía narrativa y de diálogos, las elipsis y la potencia visual son más que modélicos y quedan ejemplarizados en la enorme secuencia que sirve de detonante al amor de idas y venidas: él la espera junto al cruce que separa el Berlín soviético del francés. Ella departe en la fiesta posterior al concierto del coro de juventudes polacas, en honor a Stalin, en el que ha participado. Él continúa esperando hasta que decide cruzar sin más acompañamiento que su maletín. Un solo de batería, libre y rebelde, en contraposición a la música popular polaca, empieza en la pantalla. Ha pasado un año. Estamos en un club de jazz parisino. Al piano está nuestro protagonista. Sensacional. Pocos minutos. Una vida.
En menos de hora y media, Pawel Pawlikowski nos emociona y nos pasea por un amor, que dura más de quince años, con una maestría que no te deja desconectar en ningún instante. Cold War es, sin duda, una de las mejores películas del año.
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