Close es una película de miradas. La que los personajes sostienen y la que el espectador aporta desde su personal sondeo. Close es una película que empieza en negro; un fondo oscuro que, de repente, deja pasar la luz y las miradas de dos niños que juegan a la guerra. Dos amigos que juegan a la guerra, que montan en bicicleta, que piensan en un futuro artístico compartido y que se miran con complicidad y ternura. Dos amigos de 13 años que pasan tanto tiempo juntos que, aunque no comparten padres, si comparten familias y, en cuanto pueden, habitación.
Y cuando esa amistad ha sido plena y luminosamente presentada en pantalla, el espectador (y su mirada) se preguntan: “¿Están juntos?”. Una interrogación lógica desde nuestra demoledora manera de calificarlo todo. Una interrogación que los dos amigos escucharán, en palabras vocalizadas, de una compañera del colegio y que hará que todo se tambalee; que los cimientos de su púbere, inocente y genial amistad se vengan abajo. En ese punto es donde Lukas Dhont ha realizado su jugada maestra: nos ha convertido en culpables, nos ha hecho partícipes de cualquier cosa que pueda pasar a partir de ese momento. Sensacional.
A partir de ahí, la película empieza su revolución: con su debatible forma de presentar el conflicto; como en toda obra importante que dude de sí misma. Lo que no requiere bronca ni altercado es que su sensibilidad, su narrativa de las expresiones faciales, sus nada gratuitos travellings, su verdad, su poco discurso subrayado y sus imponentes actores convierten a Close en una excelente película. Aunque duela.
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