Estoy totalmente en contra de que la crítica utilice la expresión “película fallida”. Todo material, y más si hablamos del cine de los festivales, tiene una intención íntima. Se trata de un arte —séptimo, octavo o noveno— que, como tal, debe tratarse: como una manifestación de la actividad humana mediante la cual se interpreta lo real o lo imaginado. Surge de la intención y, sobre todo, de las voluntades, de una o varias mentes y, finalizada la obra, lo proyectado ya es un poco nuestro. Y nos puede gustar o no. Pero no podemos opinar por el autor.
Dicho lo cual, paso a hacer crónica de lo visto en la 34 edición del Festival Internacional de Cine de Valencia. En Cinemajove ha habido policías llorones, reunión de hermanos, paisajes negados, mucho coming-of-age y demasiadas madres muertas. Lo que no ha habido es ninguna película fallida.
Empezaba la oficial del monográfico de progenitores fenecidos con Thunder Road, de Jim Cummings. Un monólogo neurasténico en plano secuencia dejaba alto el listón para la semana que quedaba por venir. Un epílogo en el que un agente de policía —trabajo nada gratuito para precisar al personaje— decía una palabras en el entierro de su madre y se zarandeaba entre el patetismo, la ternura y la sonrisa contenida de la audiencia. A partir de ahí, un filme con reminiscencias a Todd Solondz o a Noah Baumbach, pero con innegable personalidad, se desliaba en una narración controlada y algún gag de neófito para alcanzar, sin embargo, una obra notable que parece testificar el inicio de una filmografía a la que se accederá. Thunder Road, que venía como la película que se alzó con el Gran Premio del Jurado del festival South by Southwest (SXSW) de Austin (Texas, EE.UU.), se llevó en Cinemajove el premio al mejor intérprete y a la mejor fotografía.
La noruega Harajuku, de Eirik Svensson, arrancaba con otra madre muerta y con una quinceañera, aficionada al manga, que necesita dejar Oslo e irse a Tokio para escapar de todo. Quiere hacerlo esa misma noche y no necesita comprensión, sino dinero. El formalismo de videoclip, la inclusión de fragmentos anime y una música martilleante lograban el objetivo de la fluidez, aunque no el del calado. Al contrario que Los miembros de la familia, del argentino Mateo Bendesky, cuyo único parecido —cómo no— era otra madre expirada, pero que esta vez revelaba identidades sexuales, relaciones fraternales o estados melancólicos con el duelo como eje vertebrador y no como detonante. En el guión de Bendesky no hay nada subrayado ni sostenido, hay un rumor de olas y diálogos nada impostados para, con un acabado tenue, lograr una película poco complaciente.
The Dive, de Yona Rozenkier, no olvidaba la defunción y reunía a tres hermanos para cumplir los deseos de su difunto padre. Eso sí, el entierro se celebraba un año después de su muerte, ya que cedió su cuerpo a la ciencia. El director protagoniza junto a sus hermanos en la vida real una tragicomedia familiar, semi biográfica, con tintes de costumbrismo bélico y bombas como banda sonora diegética. “En 2006, antes de ingresar en el frente libanés, mi hermano menor vino a visitarnos durante 24 horas. Estaba claro que las reservas también iban a ser llamadas a filas, y eso significaba que mis dos hermanos y yo tuvimos una última noche memorable antes de que todos nos fuéramos a la guerra”, palabras del realizador israelí. “En Yehiam, los ancianos apagaron las sirenas porque les molestaban para dormir, y por lo tanto éramos la única comunidad en el norte de Israel donde no había sirenas. Una isla tranquila de «cordura» en el norte bombardeado. El kibutz abandonado se había convertido en una especie de pueblo gitano borracho, con explosiones en el fondo, pero nos quedamos allí. Juntos. Celebrando nuestras vidas”. No puede haber mejor sinopsis para The Dive que lo entrecomillado; una película que, aunque no parezca muy insólita al verla, se contempla con agrado y nos ayuda a entender los conflictos de una familia que convive en un país en conflicto perenne.
Y al tercer día llegó la directora holandesa Rosanne Pel para demostrar que hay algo más allá de la muerte. Light as Feathers nos sitúa en un pequeño pueblo polaco donde un chaval de 15 años no tiene muy claras las diferencias entre el amor y el abuso. En la película, con unos insertos peculiares de abuelas que hablan a cámara que se convierten en lo mejor del metraje, no muere nadie; sin embargo, parece que tampoco hay nadie vivo. Un material que pasó sin pena ni gloria al igual que Parade, de Nino Zhavania, cuya verborrea georgiana acabó aturdiendo al personal. Tres amigos que se reúnen sin pretexto y deciden montarse una road movie en la que solo faltó que montaran a caballo. Una larga secuencia de los personajes andando por una solitaria carretera tras una pelea con unos moteros es lo más positivable del filme. Por cierto, Light as Feathers se llevó el premio a la mejor película y al mejor guión; vamos, que no nací para jurado.
En A First Farewell, de la directora china Lina Wang, no existen los tres actos; todo es nudo en esa pequeña comunidad de etnia uigur situada en la región china de Xinjiang. El desarrollo existe en la educación, en aprender chino mandarín y en la infantil poesía de no saber si un árbol tiene 15 años o 3.000. Una obra contemplativa, antropológica y bellamente fotografiada que exterioriza la lucha de una minoría musulmana que busca mantener su identidad, sin perder el futuro. Y todo, a través de las correrías de Isa, un niño que ve pasar la vida despidiéndose de su entorno. Bella película china a las antípodas de la siguiente en mi inventario. Gli ultimi a vederli vivere (Los últimos en verlos vivos), de la directora Sara Summa, era una producción alemana que partía de un concepto enormemente sugerente: el día previo al asesinato real de una familia en su casa de la campiña italiana. La representación de sus horas finales y de las personas que fueron las últimas en verlos, era una proposición que me abrió lo ojos. Sin embargo, unos diálogos repetitivos y que, casualmente, giraban demasiado en torno a la muerte y unas interpretaciones rígidas y poco naturales transformaron el relato en una gran idea sin alma.
Domingo, la película brasileña dirigida por Fellipe Barbosa y Clara Linhart, se lanzó al público como un retrato coral y satírico de una familia pudiente que se reunía para celebrar el cumpleaños de uno de sus miembros y, a su vez, festejar el primer día del año 2003; la misma jornada en la que Luiz Inácio Lula da Silva accedió a la presidencia de Brasil. La conmoción entre la vieja oligarquía y su miedo a perder privilegios fue tal que los efectos —según los directores— “están todavía muy presentes y aún dominan el panorama político brasileño”. Y ante esa incertidumbre que preveía cambios, la doméstica aristocracia, representada en la película, dialogaba a la italiana combinando prejuicios y rencillas en un filme repleto de mensajes que decodificar. El interesante guión, los ágiles diálogos, unos cuadros fílmicos enormemente detallistas y la gran cantidad de personajes tan bien definidos como embebidos en la trama, consiguieron su propósito: entretenernos y hacernos pensar.
La película más larga, de largo, del festival fue la coreana House of Hummingbird: premio del público, mejor dirección, mejor música y premio del jurado joven, está basada en la propia adolescencia de la directora y guionista. Se trata de una estimulante exploración al entorno de una joven y solitaria chica de 14 años que busca un poco del afecto que no encuentra en su núcleo familiar. De narración necesariamente pausada, al final sus 140 minutos se hacen cortos y, el pasado de Kim Bora —la realizadora— nos interesa; más por las formas que por el contenido, pero nos interesa. Muy bonito cierre.
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