En el año 1986, Abdullah Mohammad Saad, ganador en esta edición del Premio Luna de València tenía solo un año. El cine divagaba entre grandes fuegos artificiales, con un Tom Cruise volando en su caza, y la rebeldía Almodovariana aportaba melodramas, con toreros de fondo, pocos años antes de lanzarse al mundo. Era otra forma de enfrentarse a las películas, ni mejor ni peor; los temas, simplemente, surgían como inquietudes aportadas por el estómago o por el bolsillo. No era nada sencillo encontrar ese cine que denunciara un sistema patriarcal; quizá porque ese mismo sistema movía los hilos. Y quedaban aún bastantes años para que Bollaín, Zambrano o Mañas pusieran los malos tratos en las temáticas. Los problemas sociales pasaban por las pantallas, pensados en ficción, pero sin ese impacto que evidencia que las sinopsis surgen en gran parte de la realidad.
Todo ha cambiado. La accesibilidad total al producto fílmico es invasiva y una fórmula marca el dietario. Hay que rellenar cupos y no dejarse a nadie fuera. Hay quien dice que el cine ha muerto y que el producto dispone. No es mi caso. Sigo pensando que, ante una producción titánica, lo más importante es saber escudriñar. Machacar los catálogos de las plataformas o acercarse por los festivales que tengamos accesibles. Y si, además, el certamen es pequeño, la oportunidad de desenmascarar ciertas situaciones en lugares que no importan a los noticiarios se nos abren ante nuestros ojos.
Happiness, la cinta kazaja ganadora del premio a la mejor interpretación, mejor dirección y (el premio más importante de todos) el del público, es paradigma de lo dicho. Una película, urgente, devastadora y necesaria, sobre la violencia de género en el noveno país más grande del mundo. La poca profundidad de campo expresada en la imagen se convierte en hondura cuando recapacitamos en la valentía de un realizador y de una productora (que ha sufrido la crueldad en sus carnes) a la hora de lanzar una gran acusación fuera de sus fronteras mediante una gran historia que deja poso y cifras. Como dicen en un diálogo de Happiness: “Nunca he visto a un hombre en Kazajistán condenado por haber pegado a su mujer”. Contundencia. Esperemos que esa felicidad contradictoria viaje mucho más.
La producción turca Geranium narra la historia de Defne. La cual tiene que dejar sus estudios para volver a su pueblo a cuidar a su tía, con cáncer terminal, y a su padre, con un derrame cerebral que le ha paralizado medio cuerpo y con depresión. Una fiesta. El problema de esta película, dirigida por Çağıl Bocut, es que peca en exceso de un ritmo extraño en su expresión y la película se diluye en su propia inconsistencia. Es interesante, eso sí, la biopsia realizada a la unidad familiar ante las amenazas y es muy de destacar la enorme interpretación de Ilayda Elif Elhih.
Jet Lag fue el artefacto sensorial y experimental del festival. Casi dos horas de divagaciones crípticas, desubicadas y personales que, quizá, debían haberse quedado en un diario. Nunca me he salido de una sala de cine (ni lo voy a hacer), pero Jet Lag es lo que sintió mi cuerpo al emerger de la Filmoteca pasada la medianoche. Al igual que La Tana, una película italiana a concurso que no acabó de redondearse debido a unas costuras evidentes en su inclinación autoral. Los cuatro tercios de su formato, esos primeros planos tan enjaulados y unos colores de filtro forraban gran parte del discurso. Sin embargo, es la película de Beatrice Baldacci la que premia este blog con la mejor secuencia del festival. Un cambio de vista sensacional. Giulio ha sido el protagonista total de la obra; la cámara le ha seguido constantemente hasta que su inquietante amiga le hace subir a un árbol. Una vez arriba, esta le quita la escalera utilizada y la tira al suelo. La cámara, a partir de ese instante, acompaña a la chica para dejar ver el porqué de su mundo interior.
La crisis de los cuarenta se representaba en Talking about the weather. Una estructura narrativa poco acostumbrada y un inicio ampuloso (con exceso de Hegel y verborrea elevada), hicieron que costará entrar en la película. La cosa cambió cuando la protagonista deja su universitaria y expresiva vida para ir al cumpleaños de su madre. Cuando deja Berlín y vuelve a sus orígenes, todo remonta. Y mucho.
El premio del público joven que, junto a Happiness, fue también mi premio, se lo llevó la película lituana Feature film about live. Algún día veremos una comedia en la sección oficial de un festival de cine. Pero hasta que llegue ese día, disfrutemos de la sutileza y el sentido del humor de obras como esta. El duelo como evasión del propio duelo. Una organización de un funeral como nunca se ha visto en el cine. Una gran película y una gran dirección de Dovile Sarutyte.
Rehana, el alegato contra el machismo institucionalizado ganador del premio gordo, es interesante e ineludible por su mensaje; además de aportar impactos de cine Bengalí. Cuesta, sin embargo, acercarse formalmente a esos tonos azulados constantes. Parece que, en el único espacio filmado (un hospital universitario) siempre esté a punto de amanecer. La monotonía en su dicción, en sus escenarios, en la narración y en los colores hacen que nunca se haga de día en la película. Si esa era la intención, chapó. Consiguió su propósito.
Al igual que el propósito de ese cine tan pequeño que se hace grande al expresarse. Al igual que un festival que lleva 37 años buscando entre un filmografía escondida, joven, creativa y acusadora que necesita de estos certámenes para saber que existen.
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