(PRECRÍTICA) Cincuenta sombras de Grey o cómo haría Disney la adaptación de una novela erótica con toques bondages. Chica mona y virginal, de portes sencillos e indumentaria clásica recibe el encargo de entrevistar al multimillonario dueño de una importante multinacional. Aunque el tal Grey está rodeado de mujeres esculturales a lo Hugh Hefner, prefiere los encantos de una deliciosa y poco avispada licenciada en literatura. Y llegamos a lo de siempre, él, además de estar “tan bueno, tía”, tiene pasta para aburrir. La conquista así es algo más fácil. “Soy Robert Redford y te pago un millón de dólares por acostarte conmigo”. Sí, Robert Redford. Ni Danny Devito, ni Enrique San Francisco, ni Lassie. El único conflicto es si en billetes de 20 o de 100.
En esas transitaban Grey y su nueva conquista, cuando al millonario le da por enseñarle el cuarto de los juguetes: más esposas que en la comisaría del Distrito Apache, látigos de piel —pero de piel, piel, que diría mi madre—, lubricantes como para meter una botella de butano en un joyero, vibradores de todas las tallas, texturas y marcas; un montón de paquetes de pilas de esos amarillos que venden en Ikea, raquetas de playa de color negro para golpear en las nalgas, “has sido una niña, muy mala”, bolas chinas con el logo de Dior en alto relieve o golpe en seco, un par de versiones del Kamasutra y un CD con la banda sonora de Dirty Dancing. Asumido lo cual, la chica llama a su casa y le dice a su madre que vaya cenando.
No obstante, historia de amor exigida para llegar al gran público, la chica mona y ya no tan virginal, entre latigazo y latigazo, privación sensorial, palazo en las posaderas, pinzas de la ropa en los pezones, lluvias doradas y bofetones a lo Gilda, confunde uno de los electroschocks que le da el de las sombras en el ombligo con las famosas mariposas en el estómago. Se nos ha enamorado. Pero no pensemos mal, los helicópteros, las joyas, las cenas y los coches de lujo no tienen nada que ver.
Machismos a parte, que de eso acusan a Grey, a la escritora, a la directora y a uno de los eléctricos, la película no da la talla. En cuanto al protagonista, no lo sabemos, porque sacar pililas en las películas americanas está muy mal. Los spots nocturnos de las televisiones locales aportan más erecciones que las secuencias a flor de piel del film dirigido por una tal Sam Taylor-Johnson (Que sí. Que es mujer. Al igual que la escritora de la novela, que la guionista y que el ochenta por ciento de los espectadores asistente a las salas).
Para ver una película sobre la sumisión, la sugerente e interesante Secretary es, de largo, mucha mejor opción; y mucho más didáctica. Cincuenta sombras de Grey es una pieza demasiado ingenua, más cercana a la saga Crepúsculo o a Salvados por la campana, que a Nymphomaniac. En resumen, que la cosa está flojita y la trilogía en camino. Y Grey y la chica no se van a aburrir, pero quizá el público sí. Y entre ese público voy a encontrarme yo. Porque os prometo que de esta semana no pasa que vaya a verla. Prometido.
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Si Grey viviese en una caravana, la peli sería un episodio de «Mentes criminales»