(PADRE, VOY A PECAR) Ejemplo de enganche fílmico desde el segundo número uno. Primer plano inicial de Brendan Gleeson, sacerdote, dentro de un confesionario. A los pocos segundos del arranque, un confesante dice la frase inaugural de la película: “Probé por primera vez el semen cuando tenía siete años”. Ojiplático. A continuación, el parroquiano le cuenta al padre Lavelle que sufrió abusos continuados por parte de un cura (estamos en Irlanda). Su intención es vengarse, pero no matando al explotador con sotana, que ya falleció. El misterioso personaje —nunca aparece en imagen— prefiere matar un cura bueno, a un cura inocente; prefiere matarle a él. Tiene siete días para hacer examen de conciencia. El domingo siguiente irá a buscarlo a la playa. Han pasado unos escasos cinco minutos de metraje. Si esto no es despertar la curiosidad, que baje Dios y lo vea.
El problema de un inicio tan atrayente es que, después, hay que seguir manteniendo la intensidad. Sin embargo, esta vez es más importante el instante que la conclusión. Calvary es una película de costumbres. Costumbres peculiares, pero costumbres. Los escasos habitantes de la parroquia del padre James ‘Brendan Gleeson’ Lavelle tienen un mundo interior que, singularidades del libreto, no esconden a nadie. Y el sacerdote simplemente se pasea por la localidad dialogando e intentando satisfacer las inquietudes de todos aquellos que lo soliciten. Muy interesante, y restando aproximaciones de thriller al asunto, es que el personaje principal, al contrario que el espectador, sabe desde el principio quien es el que le amenaza tan gravemente.
Hablemos del padre Lavelle: un hombre serio, grande, contundente en sus aserciones, seguro de sí mismo, de vocación tardía por una viudedad trágicamente forzada, padre de una hija de inclinaciones suicidas, devoto confeso del alcohol y su medio de transporte es un descapotable. Una definición de personaje que hubiera llevado a cualquiera a trazar una figura sombría, implacable, de aprovechamiento total de su poder eclesiástico, comilón copioso y poco identificable con el que mira. Pero no. Resulta que estamos ante el interlocutor más empático y con el que más afinidad puedes tener. Es un hombre bueno, cercano y sensible. Quiere que la gente esté bien, aunque encuentra muy poca complicidad en sus feligreses o, mejor dicho, en los habitantes que circuncidan su congregación. Habitantes que fluyen por encima del bien y del mal, algo surrealistas, extravagantes en demasía, de comportamientos amorales en muchos de los casos y que, en un principio, te inquietan por la necesidad de saber quién es el malo de la película. Aunque enseguida se te pasa. Lo importante no es el final advertido en la primera secuencia, sino conocer la evolución y los encontronazos de este religioso, que si bien su fe en Dios no parece extrema e inamovible, su fe en las personas sí se deduce mucho más intensa.
Buena película esta Calvary de John Michael McDonagh (el de El irlandés), buena persona este padre Lavelle y buenísima interpretación la de Brendan Gleeson (a positivar). Salvo algunos excesos fácilmente digeribles, a mí me ha parecido más que bien la homilía. Podemos ir en paz… o no.
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