Puede que el debate generado tras su presentación en el Festival de Cannes haya dividido al espectador, crítico o no, en dos grandes grupos: el que ve en ella una inquietante y nada necesaria recreación de la miseria y el que ve una denuncia obligatoria, bien narrada y extraordinariamente emocional. Sin embargo, el termino medio también es válido.
Se me viene a la cabeza la ultra oscarizada Slumdog Millionaire: una rítmica y calculada película que va de la tortura y la agresión a la infancia al afable y colorido baile de Bollywood. Y si en la obra de Danny Boyle se utilizaba el programa “¿Quién quiere ser millonario?” para vertebrar la historia de miseria y esperanza, en Cafarnaúm es un juicio cuyo solicitante es un niño de 12 años que ha demandado a sus padres por haberle dado la vida. A partir de ahí, mediante flashbacks bien encajados vamos recomponiendo la historia del desolador transitar de Zain (el niño de 12 años) por la vida y las calles de Beirut.
La directora Nadine Labaki —a diferencia de Boyle— narra de lo que sabe y de lo que ve; y, por eso, pienso que nadie puede acusarle de un exceso de dramatismo o de crudeza desde una cómoda butaca. Aunque el debate es loable, si separamos el discurso de la intención, vemos una película donde la infancia de la capital libanesa sale mal parada: pobreza, agresiones, matrimonios concertados, abusos, mugre y abandono. ¿Excesivo? Sí. ¿Real? También. Y si retiramos nuestros conflictos internos y nos acogemos a nuestra placentera distancia vemos una película, algo estirada, donde los elementos cinematográficos nos ayudan a digerir la dureza y con un joven protagonista atrapante. Aunque hay altibajos, las secuencias donde Zain protege y cuida a un bebé son increíbles. Y eso no sé si es excesivo. Lo que sí sé es que es puro cine. Vamos que, como diría mi madre: “ni tanto ni tan calvo”.
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