Si cada vez que se sitúa un conflicto en la trama se decide ir por el lado práctico de la sustancia; y se apuesta por la bondad y la prudencia para que el público simplemente vea belleza, el resultado es un enorme frasco de melocotones en almíbar con la etiqueta bonita.
Brooklyn es la complaciente y confortable cinta de John Crowley donde se nos presenta la desdichada vida irlandesa de Eilis Lacey. Debido a las pocas oportunidades de su tierra natal, decide partir rumbo a New York, New York (It’s a wonderful town) a ver qué se cuece y qué trabajo le ha buscado el padre Flood. Estamos en los años 50.
¿Inmigración? ¿Dura adaptación? ¿Exclusión social? ¿Violencia entre irlandeses, italianos y oriundos? ¿Incidentes raciales? ¿El consumismo incipiente le empuja a la prostitución? ¿La iglesia le pide prestaciones poco éticas como compensación a su sufragio? Pues no. Nada. El único problema que tiene la joven Eilis es que se marea en el barco que le lleva a Disney World.
Tiene algo de morriña sí. Pero se le pasa en unos días: el tiempo que tarda en conocer a un lozano italiano, entrar en la universidad y empezar a trabajar. A partir de ahí, y para evitar la excesiva comodidad del espectador, se introduce el que quizá es el único trance serio de la narración. La resolución del mismo viene proporcionada por los manuales de la lógica.
A positivar su diseño de producción, su vestuario y su fotografía. Estos dos últimos apartados expresan perfectamente la dulzura sistémica de la obra con unos bonitos tonos pastel.
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