Frente al concepto de biopic academicista, reprochado por no brindar novedad, el relato más insólito, onírico y experimental, como el que ofrece Dominik, es, a su vez, increpado por sus pretenciosos modales. Allá cada cual con sus dictámenes; son individuales y así deben seguir siendo. Incluso, con Blonde, se va más allá y se critica el contenido por una hipersexualización, por un maltrato al personaje y por una mirada excesivamente masculina del proyecto.
Blonde es la adaptación de la novela homónima de Joyce Carol Oates. La autora ha incidido siempre en lo ficcionado del asunto. Siempre. Es, por lo tanto, una historia poco fundamentada en los detalles que, a grandes rasgos, sí muestra lo que su iconografía desprende. La película de Andrew Dominik accede a una intimidad tan esforzada que sería totalmente imposible adaptarse a la realidad. Dicho lo cual, y comprobado que los agravios al mito están presentes a lo largo de todo su extenso metraje, solo decir que Blonde es una de las mejores películas del año.
El filme parte de la infancia, ya atormentada por una madre fuera de sus cabales, y recurre a la sublimación que la pequeña Norma hace de la desconocida e insólita figura paterna. Recurso que el director mantendrá a lo largo de toda la obra. A partir de su iniciación en el mundo del espectáculo, Norma Jeane y Marilyn Monroe entran en un continuo forcejeo por presentar credenciales. La persona va desapareciendo conforme el personaje se hace público y la mirada ajena le aporta unos rasgos egoístamente populares. Ella no es como el público la ve. Pero tanto la industria como la audiencia es poderosa y utilitaria. Ahí entramos todos. Desde ese instante, hasta la conclusión vital del ejercicio, serán las relaciones amorosas, los rodajes y los abortos los envoltorios de una película guionizada sobre unos diálogos y unas características formales sin precedentes. Una biografía — una vez más: inventada — que emociona en la pantalla, aunque no seamos afines moralmente con el contenido. “Y la primera condición de la crítica”, decía Oscar Wilde hace mucho más de un siglo, “es que el crítico sea capaz de comprender que la esfera del arte y la esfera de la ética son completamente distintas e independientes”. Así sea.
Si contemplamos, pueden hacerlo ahora mismo, las líneas de las palmas de nuestras manos, verán que se forma, en cada una de ellas, una eme. Una eme en cada mano que, según crédulos, marcan nuestro futuro. Antes de que Norma Jeane se enfrente a su primer proceso de selección para una película, y además a su primer abuso, habla con su representante el cuál le coge las manos y le comenta que comienza su futuro. Empieza a desaparecer la persona y nace, como las líneas de su mano le indican, Marilyn Monroe: dos emes. Si el realizador no ha querido mostrarme eso, me tiene sin cuidado. Fascinante y curioso.
Blonde es una película de las de sumar y también de las de dividir. Su director ha jugado siempre ese papel y ahí está su filmografía. Sin embargo, quien entre desde el principio en sus grafías, no querrá que éstas cesen: un teléfono que suena constantemente como los llantos de un recién nacido y que, al descolgar, nunca es su padre; formatos de pantalla cambiantes, colores inconstantes, una actriz que está increíble y una imponente banda sonora a cargo de Nick Cave y Warren Ellis. Hay excesos, por su puesto. Pero es un todo monumental.
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