David O. Russell es el que, cuando se va la luz en un bar, canta Cumpleaños feliz. Un oxímoron narrativo que se zarandea entre el entusiasmo y la embriaguez. Un autor de esos a los que les gusta oírse pero que sigue buscando su propia voz. El collage constante. El embalsamador de estatuillas. Un museo de cera lleno de estrellas que están ahí para que las miren. El casting sin profundidad. El buenista de la mala hostia. Alusiones estas que se refieren a David O. Russell y no a Ámsterdam. Bueno, a Ámsterdam también.
En un momento del filme, los tres protagonistas deciden componer una canción sin sentido: una ‘no sense song’. Extraen palabras en francés de una caja, vocablos eufónicos e inconexos, y le ponen una bonita melodía. El director nos acaba de contar cómo concierta él sus películas.
Hay una introducción detectivesca de acusados que deben defender su inocencia. Una historia de amistad que se afianza en el Ámsterdam del título y define los artísticos, bailarines y locos años 20. Hay, también, una trama de intento de golpe de estado fascista en los Estados Unidos entreguerras. Hay una clausura empalagosa que busca el aplauso popular y anula el debate; un cierre que es, de largo, lo peor de la obra. El remate, extraído de la caja, para realizar su “no sense film”.
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