Lo de Martin McDonagh, con Almas en pena en Inisherin, es de una preponderancia total. El realizador, a pesar de su competente dramaturgia, no necesita de tres actos para afinar la estampida. La película inicia su andadura con el detonante; una ruptura del equilibrio que se convierte, desde el primer minuto, en la línea argumental. La estructura convencional pasa a conformarse alrededor de la acción: en el paisaje, en los diálogos, en la música y en los sonidos de guerra que provienen de la lejanía de la isla de Inisherin.
Porque Inisherin es una isla. Una isla donde el pasar del tiempo es lo más sugestivo que acontece. Un entorno tan lánguidamente bello, tan de acantilados marginales, tan de animales que no hacen ruido y tan desamparado, que el pub del pueblo es la mayor prueba de sibaritismo a alcanzar y el alcoholismo el recreo de los niños. Y en estos dominios están imbuidos los tres actos. Almas en pena en Inisherin es la sublimación del aburrimiento; y el aburrimiento solo se puede contar con pausa y sin remiendos. Y McDonagh lo realiza con maestría.
Porque el aburrimiento es también el catalizador del que nunca nos desprendemos. Es el aburrimiento lo que separa a los dos protagonistas del filme y lo que hace que no importe lo que ha pasado antes o lo que pasará después de lo contado en el metraje, porque, seguro, será aburrido. Contar más sería destrozar el argumento y, lo que es peor, adelantar al lector lo único entretenido que ha pasado últimamente en Inisherin.
Porque Almas en pena en Inisherin es una excelente película. Véanla. Gócenla. Y no tengan prisa en que termine. Háganlo por los que habitan en su telilla.
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