Mark Ruffalo, especialista en enfrentarse en el mundo de la ficción con la multinacional DuPont, pues ya tuvo que forcejear con el paranoico John du Pont en la estimable Foxcatcher, da vida en Aguas Oscuras a un abogado ambientalista que decide cambiar de bando y demandar al gigante petroquímico norteamericano. El encargado de dirigir la película ha sido Todd Haynes que, por suerte, ha preferido la pausa controlada de la sensacional Carol a los excesos y la pirotecnia de Wonderstruck. Aún así, la fotografía de su fiel Edward Lackman ha mantenido, esta vez, unos derroteros mucho más templados; como templado ha sido el ejercicio formal y artístico de todo el filme.
Un preámbulo de cine slasher, titubeante y totalmente innecesario, con jovencitos bañándose con nocturnidad y sin ropa en una laguna, da paso a la firme Aguas Oscuras: dos granjeros, con modos y vestimenta de granjeros, entran en un importante bufete de la gran ciudad en busca de un abogado que, una vez, fue tan rural como ellos. El letrado decide partir hacia la población para ver con sus propios ojos a los animales muertos de uno de los granjeros. Los vertidos al río de DuPont parecen ser la causa de todo. Una empresa que, gracias a otra didáctica y acertada secuencia, compruebas que patrocina la vida profesional, deportiva y cultural de toda la localidad.
No es otra Erin Brockovich ni otro drama judicial del estilo. Aguas Oscuras no tiene gritos entre idealistas abogados y socarrones empresarios ni largas peroratas dirigidas el jurado. Por no tener, no tiene prácticamente ni juicios. Los guionistas y el director se han encargado de que acompañemos al protagonista en casi dos décadas de disputa profesional y personal, que sepamos lo dañino que es el teflón para la salud y que nos demos cuenta, de una vez por todas, de que los gobiernos son rehenes de sus empresas. ¿Y ahora qué? ¿Tiro mis sartenes?
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