(MIENTRAS HAYA MÚSICA, SEGUIREMOS BAILANDO) Contó el director, Antoni P. Canet, después de un pase en la Filmoteca de Valencia, que buscar productora para Las alas de la vida fue una tarea más que difícil. Los potenciales productores siempre le preguntaban: “Pero, ¿cuánto calculas que puede durar el proyecto?”. A lo que él respondía: “No lo sé. Cuanto más, mejor”.
A Carlos Cristos, un médico que vive en Mallorca, le detectan una enfermedad neurodegenerativa, invalidante y terminal llamada Atrofia Sistémica Múltiple. Y como no hablamos de ficción sino de la más pura e impactante de las realidades, Carlos decidió llamar a un amigo suyo, director de cine, para que filmara “su lucha por la dignidad en el vivir y en el morir, sin dramatismo y, si es posible, con una sonrisa”.
Así empezó un rodaje que precisaba de esa gran amistad entre director y protagonista para lograr un documental, completamente contenido, realizado desde el respeto y el aprecio y presentado de cara pero sin entrar, como hubieran hecho muchos, en la parte lacrimógena o en los momentos más íntimos con sus familiares y amigos. La actitud de Antoni P. Canet al enfrentarse al intensísimo montaje es honrada y ética y, como resultado, ha conseguido un documento audiovisual que trata de la muerte pero que hace hincapié en el título de la obra.
Carlos Cristos pudo ver uno de los estrenos de Las alas de la vida, exactamente el que se proyectó en Vigo, su ciudad natal; ya que el pronosticado final de la película ocurrió dos años después de su finalización. Y pudo ver un documental único, donde se presenta a una persona cuya vida ha estado repleta de intensidad; y que lo sigue estando en sus últimos momentos gracias a una personalidad auténtica, interesante, inteligente y cercana.
No se puede hablar de acabados formales ni de efectos especiales ni de guiones, simplemente se puede hablar de la banda sonora, compuesta sin intención por el mismo Carlos Cristos, y del montaje, que se ha quedado con lo necesario. Y sobre todo podemos hablar de la historia que se nos cuenta; de la hora y media de documental donde vemos como el médico practicaba su profesión, aquí y en Ruanda; su pasión por el ala delta; la sección de medicina que presentaba en Radio Nacional de España; su afición por la música y los inventos, y su vida en familia; todo ello intercalado con insertos del protagonista hablando a cámara y dándonos lecciones constantes. Una película que se ve con una sonrisa —tal como Carlos quería—, pero donde la dura e implacable realidad se impone durante todo el metraje para conseguir que todos los espectadores queden tocados por esa espectacular manera de hacerle frente a la enfermedad y a la muerte.
Muchas personas, cuando conocen el argumento, comentan que no quieren ver una película para sufrir. Pues nada, ellas se lo perderán. Porque estamos ante algo más que una película; un memorable documental donde se llora, se ríe, se reflexiona y se aprende.
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La vi hace no mucho. Me la recomendó un amigo, a su vez conocido del director. Es un conmovedor, lúcido y sencillo canto a la amistad y a la vida. Sin artificios y sin ternurismo barato, sin duda merece mucho más reconocimiento del que tiene.