Coralie Fargeat demostró con Revenge que tiene un excelente dominio del lenguaje cinematográfico. Una primera función, groseramente excesiva, cuyo mensaje se ocultaba en la saturación sangrienta de sus formas. Expresaba ya inquietudes autorales, envueltas con un guion mínimo, que se desplegaban hacia la desproporción para ver si, de esa forma, el público se acogía al recado loable de la venganza contra el patriarcado. Un disfrute.
Esta vez, a lo que vamos, con mucho más dinero y con una droga diferente al peyote, la directora francesa vuelve a hablar de la hipersexualización femenina y a hemoglobinar la pantalla con un ejercicio que huele a culto — pretendido desde su germen— con La sustancia.
Una celebérrima actriz, a la que el paso del tiempo ha dejado sin juventud y con la fama menguada, solventa su venida a menos acudiendo a un dealer que le proporciona una sustancia que replica sus células y crea una versión mejor y más lozana. La protagonista, llamada Elisabeth Sparkle, bien podía haberse llamado Demi Moore, pues no es nada gratuita la elección.
Una estrella descuidada y olvidada en el Paseo de la Fama, un programa de fitness en horas perezosas y un jefe llamado Harvey nos aleccionan desde el inicio del filme y, en mi caso, me llevan a pensar que, quizá, el premio al mejor guion en el pasado Festival de Cannes es recompensa demasiado alta. No es así en el aspecto de la realización: Fargeat controla el ejercicio sin soltarlo y, aunque puede alargarse en exceso su última parte, es imponente el control formal que mantiene. Un body horror divertido, caricaturesco, físico y nada sutil al que entregarse durante dos horas y pico.
“Envejecer es fácil si sabes cómo”, ha debido pensar la directora al entregarnos estampas impactantes y descomunales y a dos actrices entregadas a la convulsión colectiva en una oferta que se fija por sus imágenes más que por su poso.
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