Hace muy pocas horas, Leos Carax ha comentado, tras la programación del filme c’est pas moi, que voy a ver en muy pocas horas, que “siempre es lo mismo, una película es una cosa privada que se convierte en pública”. El debate es amplio, al igual que el enojo o la entusiasmo, y los festivales no pretenden (o eso creo yo) buscar la masa, sino el impacto y la personalización fílmica. Se llama cine de autor y, en parte, es una pesquisa contracultural que aspira a marcar nuevos códigos y a debatir sobre la moral en una pantalla.
Es complejo separar el mensaje del adoctrinamiento, pero es necesario para gozar el visionado y quedarse con el arte pelado de sentimiento. Todos sabemos como es Albert Serra y que su película fuera un documental taurino le iba al pelo (pues pocos se hubieran atrevido). Tardes de soledad es encontronazo objetivo con un ámbito desconocido para mí; desconocido, nada compartido y del que no me importaría que dejara de ser programado. Sin embargo, lo visto ha sido impactante y brutal. Sí, brutal es la palabra. Un ejercicio de depuración que ataca el conflicto, la fiesta, el arte (o cómo se lo quiera llamar) de cara, para despojarse de todo mensaje y dejarte una mera declaración objetiva del tema. Secuencias alargadas, sonidos neurálgicos que hacen entrecerrar los ojos, lenguas fuera y planos inmersivos para un producto que no puede dejar a nadie intacto. La belleza de las imágenes es contraproducente con lo enseñado e, incluso, con lo civilizado. Y las tardes de soledad, queda claro, son las del toro. A ratos podría decirse que es un Holocausto caníbal admitido que, por ahora y con permiso del recado que desprende, bien podría llevarse la Concha de Oro; cuestión de moral.
Como de ambigüedad moral y ética traviesa se presenta la última agudeza de François Ozon. Quand vient l’automne nos expone el drama constante y la falta de lógico proceder a través de un cuento costumbrista que vuelve razonable toda locura. Una abuela vive en un pueblecito francés retirada de todo, menos de su complejo pasado. Michelle, que así se llama, quiere mucho más a su nieto que a su hija y coger setas es su pasatiempo. Poco más se puede contar. Pero la propuesta bien puede competir a todo. Fácil de ver, difícil de encajar y con cierto poso de Koreeda afrancesado que trata a la familia como una gestión, más que como una elección.
La esperada proyección de Los destellos, de Pilar Palomero, no defrauda y su cine sigue siendo privado, como dice Leos Carax; sin ganas de relamerse ni de representar lo esperado. Cuando no se conocen las causas, cuando el pasado nos es desconocido, no hay que juzgar, sino acompañar y comprender. Y eso es lo que hace Palomero con su película más adulta y desprovista de artificios hasta la fecha. Isabel es una mujer separada que, estimulada por su hija, decide ayudar a su exmarido en sus últimos días.
Emmanuelle, primera proyección del certamen, parece no haber gustado mucho. Pero, qué cosas, me pareció valiente y clara con su propósito. Después de tropecientas versiones del mito erótico (existe hasta La venganza de Emmanuelle), la visión femenina le da el poder total. Lo que empieza como una película sensual de recursos manidos (e intencionados), acaba siendo un artefacto que demuestra que el placer está en el dominio de tu propia vida: sea follarte a quien te apetezca, sea dejar ese trabajo que te subyuga.
Emilia Pérez, musical y premiada propuesta del heterodoxo y talentoso Jacques Audiard, será una de las películas del año. Un poderoso narcotraficante decide contratar a una abogada para que le ayude a retirarse, a cambiar de sexo y, ya que estamos, a ser mejor persona. “No me falta el cielo, no me falta el mar, no me falta la voz, pero me falta cantar”. Francia, por cierto, ha decidido enviar este musical, en español, a la carrera por el Oscar. A tope con eso. Como a tope ha sido La sustancia y sus excesos de sangre y su poca sutileza. “Envejecer es fácil si sabes cómo”, ha debido pensar la directora, Coralie Fargeat, al entregarnos estampas impactantes y descomunales con una Demi Moore entregada a la convulsión colectiva en una oferta que se fija por sus imágenes más que por su poso.
Poco poso, una pena, dejó Bollaín y su Soy Nevenka. Una concejala del Partido Popular que fue la primera en denunciar por acoso a un político y que ayudo a hacer visible la lacra. Denuncia que se impone claramente a la calidad cinematográfica y que no acaba de fluir en ningún instante. Y aquí se apunta Hebi no michi, de Kioshi Kurosawa. Director prolífico que no se ha pasado por la alfombra roja al, supongo, estar rodando su cuarta o quinta película del año. Se nota la celeridad de una sugerencia que, además, es la versión afrancesada de algo que ya propuso hace años. On falling, honesta y primeriza película de Laura Carreira, marca el camino elegido por la realizadora al manifestar la problemática y la alienación de un trabajo mecánico, una vida mecánica y, el problema, una película mecánica.
Dahomey, de Mati Diop y Oso de Oro en Berlín, es igualmente honorable, aunque extraño galardón el suyo. Película pequeña y documental, narra, en poco más de una hora, una descolonización patrimonial ínfima de 26 obras de arte que fueron devueltas desde un museo parisino hacia su lugar de origen y expolio: Benín. Una repatriación fabulada por una de las obras que sirve como documento de un lugar desconocido y crítico, pues las 26 obras son parte de una colección de más de 7.000. Hipocresía, política y quedar bien, lo llaman.
Y cerramos el dietario acontecido con tres propuestas de la sección oficial tan variadas en su temática como en su intención de sondeo. La chilena El lugar de la otra habla de un hecho real a través de la ficcionada historia de Mercedes, una secretaria judicial que se ve cautivada por el caso de una asesina (real) que disparó a su amante en un restaurante concurrido de Santiago. “Marieta está en la cárcel por el peor de los delitos: ser artista y ser mujer”, dice uno de los personajes del filme. La libertad, el deseo de no conformarse, el no aspirar a una aspiradora de última generación y el cine negro actualizado se extraen de todo lo relatado. The End, de Joshua Oppenheimer, es otro musical (llevamos dos). Esta vez más tipo Broadway y que habla del cambio climático y del egoísmo de unos pocos (millonarios, claro) que nos llevan al final. Interesante que la película comience y termine con un ‘The End’, como titulo de entrada y de salida. Pero se hace larga; y tanta canción, con más melodía que intención, acaban por saturar. Y mucho. Por último, y en concurso, tenemos Conclave, sin acento y con comercialidad. El director oscarizado Edwar Berger vuelve a buscar premios (y seguro que estará en la pugna) con un cónclave papal filmado con categoría, tensión, grandes interpretaciones y giritos que logran que el fruto no decaiga en ningún instante. No creo que opte a premio gordo, pero su futuro sí parece asegurado. Habemus película recia, carne de sala y plataforma.
Me voy al cine.
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