Supongo que Dani de la Orden estará un poco harto de que su Casa en llamas se compare, en unos cuantos análisis, con La Casa de Álex Montoya. Es, sin embargo, la comparativa fílmica una manera válida de hacer crónica o, por lo menos, de introducir artículos. Parten ambas obras del mismo detonante: la venta de la casa de veraneo familiar por parte de una familia. Pese a eso, lo que en una (Montoya) es intimismo, espejo y recuerdo, en la otra se transforma en hipérbole, apariencia y recurso. Una entretiene y la otra conviene.
Casa en llamas es locura y exceso, sí. Pero de ritmo ágil y perfecta puesta en escena. De diálogo diligente y licencias cómicas bien dispuestas; algunas de ellas excelentes y poco acomodadas en la comedia española de verano (o Navidad). Y hablando de acomodada, de eso va la película. De una familia burguesa y de la obligación y el despecho que se desprenden. Padres separados, nuevas parejas, hijo artista e hija infiel se reúnen (como una vez a las mil) encima de una mesa o alrededor de una barca para sacar sus forzadas miserias y esconder otras tantas.
Empieza con riesgo. Pues la madre encuentra a la abuela muerta en su gran piso del centro de Barcelona y decide callarse para que no se le joda el fin de semana.
Cierra sin riesgo. Pues, si hay mensaje, este es inocuo y forzado. Y el cierre, telegrafiado desde el primer acto y de pomposa teatralidad, pierde la fuerza del inicio del filme.
A positivar a Emma Vilarasau que con su presencia amplia el contenido. Cuando desaparece de la secuencia, el resultado se resiente.
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