Como las grandes películas, destinadas a ser recordadas y a hincharse mentalmente, Sangre en los labios está mesurada para no dejar indiferente. Se le puede llamar ‘trampa’, se le puede llamar ‘publicidad’ o, incluso, ‘videoclip’. No importa. Lo de cult film lo tiene asegurado.
La historia es la que es: Jackie, una culturista que escapa de su pasado reciente, encuentra su presente en Lou, la gerente de un gimnasio repleto de sudor y mierda. El flechazo es concluyente, pero una realidad marcada por el maltrato y el mafioso del pueblo lo pone todo patas arriba. Sin embargo, el formalismo transforma esa historia Pulp en un abuso atractivo que busca la sorpresa como cierre a cada secuencia. Y lo consigue.
Rose Glass ha decidido baldear los recursos manidos, reflejándose, eso sí, en los Refn, Aronofsky, Coen, Lynch e, incluso, Argento, para modelarlos a su gusto. Aplicando lo queer sin justificar (sensacional) y limpiando el pasado de Kristen Stewart al presentar a su personaje desatascando con la mano un retrete repleto de deposiciones (adiós, Bella Swan).
Venas a punto del reventón, violencia colosal, más esteroides que burbon, melenas imposibles, sangre, sudor y lágrimas, lo onírico como remate, colores neonianos, luces apocadas y un sonido que lo magnifica todo son apariencias que no solo componen el relato, sino que lo definen; además, y como hemos comentado, por encima de lo narrado. Una gozada que se nos hace corta.
Como curiosidad, comentar que la directora ha ubicado temporalmente la acción un año antes de su nacimiento, poco antes de la caída del Muro de Berlín. A su vez, siendo londinense, se la ha llevado a una pequeña localidad de Nuevo México. El resultado ha sido una película heredera de las nuevas inquietudes, que utiliza escenarios conocidos para dejar una nueva propuesta.
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