Marco Bellocchio sigue en plena forma. 84 años, sesenta de ellos dirigiendo películas, y su cine sigue epatando por su discurso e instruyendo por el clasicismo de sus formas. Después de darnos clases con su primera y enorme serie, llamada Exterior Noche, y de marcarse un judicial del volumen de El traidor, recoge el testigo de una historia que pretendía el mismísimo Spielberg y la deja en buen lugar; quizá mejor de lo que hubiera hecho el tío Steven y, seguro, mucho más certero en su espíritu, en su recado, en su italianidad y en su forma de posicionarse ante las diferentes religiones.
El rapto es crónica y relato del llamado caso Mortara, cuyo origen es el secuestro, por orden de los Estados Pontificios, del pequeño Edgardo: un niño judío, nacido en Bolonia, bautizado a escondidas por su niñera. Y El rapto es, también, cine del que ya no se ve tanto. De banda sonora imponente y bien posicionada. De interpretaciones poderosas. De exposición histórica, con fundamento y rigor. Cine modélico.
El rapto es denuncia del fanatismo católico en un periodo de enorme poder eclesial. Pio IX reinaba en el Stato della Chiesa y necesitaba dejar claro que su soberanía sólo la podía poner en duda la deidad a la que atendía. Y, desde esos tiempos hasta los principios de la unificación de Italia, vemos el contexto político y religioso italiano, vertebrado por la situación de Edgardo a lo largo de los años. Y lo vemos con la lucidez y la contundencia del gran Bellocchio. Vogliamo di piu, Don Marco. Vogliamo di piu.
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