Después de unos meses conclusivos de esta añada que, vitalmente, no ha sido para acentuar, queda una expectativa ilusionante… como la de los personajes que, antes de que entren los créditos de salida, caminan en plano fijo hacia el horizonte o como las hojas caídas de la última y estupenda película de Aki Kaurismäki.
Holappa, debido a su dipsomanía, se ha vuelto a dormir en el bar de siempre. El camarero, antes de cerrar y con las luces del local ya apagadas, le dice que se vaya a casa y así podrá volver al día siguiente. Ansa está en su minúsculo apartamento. Abre la carta que le deja recado de su débito de luz y decide apagar la radio y el pequeño horno de la cocina y los plomos de toda la vivienda. Son dos alientos silenciosos que coleccionan empleos precarios y noches en karaokes y que, por supuesto, están condenados a encontrarse. Alientos que desprenden vaho y sosiego forzado.
El amor finlandés no tiene besos apasionados ni parques de atracciones ni ascensores. El amor finlandés tiene la frialdad cálida de quien habla poco y mira mucho. El amor finlandés no busca la aprobación de las masas sino la complicidad de quien escucha diálogos sin necesidad de gestos ni exégesis. En lo que sucede, en los colores autorales y distintivos del realizador finlandés, en la heterodoxia de su banda sonora, en una radio que sólo da noticias sobre la guerra de Rusia y, sobre todo, en el cine están las claves del amor verdadero de Kaurismäki.
En Fallen Leaves se está más a gusto que en brazos. En Fallen Leaves salen muchos carteles de cine, hacen referencias a Bresson, a Jarmusch y a Chaplin y vemos muchos vasos vacíos. Al final hay optimismo. Algo que necesitaban los personajes de la película y necesitaba yo.
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