Adaptaba a acudits sus gracias y sus desgracias. Como los bufones, Eugenio hacía reír sin tener razones para ello. El famoso intérprete de cuentos —como a él le gustaba definirse— vivió una dramedia intermitente durante su azabache existencia. Y eso, por su puesto, da juego a la hora de angiografíar su vida; a la hora de estampar su parálisis facial y de reconocer sus órganos internos. Ahí es donde ha entrado David Trueba y, con acierto, no ha llamado a su película como al humorista. Ha utilizado su latiguillo para contar una parte de su historia: los años que compartió con Conchita Alcaide.
Saben aquell se lanza sin desgana, sin fisuras y sin decaer en su ritmo. Sus guionistas saben a qué acogerse y trazan un plan marcado por una década de vida, un prelanzamiento al estrellato y, ante todo, por una relación con una mujer que sirvió de trampolín y de balanza. Un buen plan sustentado, conjuntamente, por unas estupendas actuaciones y unos sorprendentes cameos.
La película, eso sí, se resiente en su último tercio, cuando, para afectar a la audiencia en el momento culmen, eligen los recursos más manidos del drama. El humor más intenso surge de la tragedia, como decía Eugenio, y esa hubiera sido una gran solución. En una secuencia tan climáticamente dramática ha faltado escuchar risas. Sí, risas fundidas de luto, como las respuestas socarronas que el protagonista ofrece a sus hijos para contestar a las preguntas más duras que te pueden hacer.
Salvo ese purgante e intencionadamente lacrimógeno instante, Saben aquell es un trozo de vida sensible y ajustado a unas intenciones comprensibles. Una película en la que, aquellos que conocemos los chistes, nos reímos por enésima vez. Una película que demuestra que Chaplin tenía razón al decir que “hacer llorar es fácil, pero que se necesita un genio para hacer reír”.
Al salir de la sala, no necesitábamos saber más de la figura, simplemente queríamos seguir escuchando sus chistes.
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