De los triángulos amorosos es complicado salir indemne si sólo una parte de la trilogía decide cuando, como y con quien. La realidad retratada por Ira Sachs en Passages no dedica tiempo a la palabrería recargada del cortejo. Es el deseo más carnal y menos cerebral el que mueve voluntades desde el estómago y arranca lamentos de forma cíclica. “El dolor por el deseo incumplido es mínimo comparado con el del arrepentimiento”, decía aquel famoso filósofo alemán.
Y el tan alemán y fascinante Franz Rogowski es el actor encargado de hacer del arrepentimiento una constante. Franz es Tomas, un director de cine que cree tener tan controlada su puesta en escena en la ficción como en la realidad. Tomas, en el ambiente purgante y desenfadado de su fiesta fin de rodaje, conoce a Agathe y se acuesta con ella. A la mañana siguiente, al llegar a casa, no sin antes detenerse unos segundos antes de meter la llave en la puerta, se lo cuenta todo a su marido. La sinceridad está bien sino la estiras hasta la crueldad.
Ira Sachs trenza, desde ese instante del sincericidio, una clarividente película que incomoda en las escenas dialogadas y emociona en las sexuales; y en ambas por su franqueza. Es tan real, y exagerada, tan cruel en sus destinos, tan brillante en sus movimientos de cámara, que no puedes dejar de acompañar a los personajes por sus impresiones. No hay moralina ni juicio. Hay lo que hay.
En un instante, preciso y precioso, de Passages, Tomas y su marido inician una pequeña discusión en la cama. Tomas se incorpora de tal forma que se coloca entre su pareja y la cámara. Un eclipse total de actantes que nos deja claro quién es el centro de la historia y quién se cree el centro de la historia. Toda la empatía que le falta a Tomas… la tiene Passages.
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