Una adolescente de catorce años, ingresada en un centro para madres menores de edad, llama y despierta a su madre a altas horas de la madrugada para decirle que su bebé la despierta llorando a altas horas de la madrugada. La vida. El niño Mozart le comenta a un compositor que él siempre compone el principio de sus obras antes de irse a dormir para que, si a Dios le interesa el resto de la partitura, le permita vivir un día más. Una madre con alzhéimer, a la que un ladrón intenta entrar en su casa para robarle los álbumes de fotos y los suvenires, desea ver unos fuegos artificiales partidos por la mitad. Una mujer, cuyo padre está perdiendo la memoria (recurrente), está empeñada en perpetuar la biblioteca personal de su progenitor. Emiliano Zapata folla con Pancho Villa en una producción de porno gay.
Al salir de una proyección tienes una opinión, más visceral que sopesada, de lo visto. Al dejar macerar el visionado, el veredicto puede cambiar o afianzarse; incluso un cine fórum de bar puede (aunque no debe) ajustar la sentencia. Lo que, sin embargo, no cambia, es el poso que una ardorosa secuencia deja en tu memoria. Es un fugaz fragmento que logra alcanzar que el todo se consolide. Películas ha habido muchas; pero son las secuencias contadas las que se mantienen y hacen que esto luzca.
“La alegría no produce buenas historias”, decía Godard. La cineasta colombiana Laura Mora, nos deja sin aliento, tanto por su formalismo como por su contundencia argumental, con Los reyes del mundo. Una historia anárquica de aventuras, como su sinopsis distingue, en la que unos jóvenes sin techo ni ley se desplazan de la ciudad a otra selva para conseguir un tesoro en forma de hogar devuelto. “Manéjense bien pa’ que los maten de último”, les dice una prostituta al principio de su camino. Es este un viaje, por una Colombia con mucho realismo y poca magia, tan potente y entretenido como poco esperanzador. Una película de tema parecido, aunque con más espectáculo, que lo último de los Dardenne: Tori y Lokita. Retrato también de infancia y duras condiciones sin expectativas de victoria. Brutal, hermosa y directa. Dura. La aserción de Jean-Luc siguió haciéndose cine con Great Yarmouth: Provisional Figures. Esta vez, el realizador portugués Marco Martins nos presentaba esas figuras provisionales (denominación que se les da en el Reino Unido a los inmigrantes en situación indefinida) que trabajan irregularmente en un matadero de pavos. Una portuguesa casada con un inglés acoge en los hoteles abandonados de su suegra a decenas de desplazados lusos con el fin de amasar libras y que, algún día, se conviertan en prósperos hospedajes para la tercera edad británica. Pero, claro, el señor Martins es del país de los fados y, además, ha trabajado de ayudante para directores como Oliveira, Costa, Wenders o Tavernier y, por lo tanto, su película está muy bien dirigida y no es una comedia. Es áspera, mugrienta, alcohólica y sombría. Calificativos estos que no son, para nada, ofensivos.
Citada en la introducción de esta crónica, estaba el asunto repetido de la pérdida de la memoria. Así ha sido en dos producciones distanciadas en su retórica. La poética Hyakka, del Genki Kawamura, controlaba el espacio con elegancia y sin distancia para representar a un hijo que sirve de memoria reclusa para su madre. En la perla (sección) Una bonita mañana, Mia Hansen-Love partía de la enfermedad neurodegenerativa de un padre para ampliar el universo de la descendiente. Elegante, como siempre, la directora gala y, aunque parece que abuse de temario, el resultado ni se resiente ni desatiende. Muy buena película.
Las películas asiáticas, junto a Hyakka, entradas a competición, han sido la china Kong Xiu (A woman) y la última propuesta del príncipe de los festivales: el prolífico cineasta Hong Sang-soo. La china plasma en imágenes la autobiografía de una mujer que, durante la Revolución Cultural, consiguió librarse de parejas y prejuicios para llegar a ser novelista. El coreano convierte un edificio en escenario de vida, elipsis, vino y cigarrillos. Durante hora y media contemplamos la evolución de un cineasta (¿Álter ego del propio Sang-soo?) que cambia de piso y de pareja mientras departe de todo, hasta de películas. Interesante narración con excesivas referencias a los certámenes de cine: ahí donde habita su público más fiel. Como curiosidad decir que, en la rueda de prensa, Hong Sang-soo estaba cámara en mano grabando mientras le entrevistaban. Y no sería este el primer festival que acoge, al mismo tiempo, rodaje y proyección del coreano.
También en la sección oficial se exhibía la francesa Le Lycéen, de Christophe Honoré. Filme que, pasados tres días, ha perdido en retentiva debido a sus excesos que terminan por amasarse. La película habla de la pérdida total de la adolescencia tras detonante por muerte paterna. Nada que ver con el documental Pornomelancolía, en el que se exterioriza el áspero día a día de un sex-influencer con dos caras: la de las redes y la real. El director argentino Manuel Abramovich pretendía definir las distancias entre ser persona y ser personaje y solo lo consigue a ratos. Un ejercicio interesante pero que, creo, no era esta su sección.
El biopic sobre el compositor checo Josef Mysliveek, que vivió, folló, escribió música y murió deformado allá por las postrimerías de las andanzas de Mozart, se convirtió en sorpresa; quizá por esos prejuicios que me acompañan. Pero la historia se hizo sortilegio y sus 141 minutos fluyeron. Es así. Cuadros divertidos y bien compuestos y, algo poco común, las arias sonaron en su totalidad. No hay que cortar las canciones. Sin embargo, Il Boemo adolece de un protagonista que sucumbe ante la potencia de los personajes secundarios. Lo contrario que le sucedió a The Wonder, de Sebastián Leilo, cuya protagonista total, una acertada Florence Pugh, es lo más destacado de esta historia de religión frente a ciencia y excelente fotografía que no convence. En Netflix estas navidades.
Las películas españolas a concurso (y cierre de sección oficial) han sido las esperadas La maternal y Suro y, la mejor de las tres en mi opinión, La consagración de la primavera. En esta última, Fernando Franco, deja atrás heridas y muertes y, valientemente, habla del polémico tema de la asistencia sexual en personas con parálisis cerebral. Y lo hace con temple, matices y argumentos. Juzguen ustedes que yo hago una película. La maternal, segunda película de Pilar Palomero, enhebra con naturalismo la realidad en un centro de acogida de madres menores de edad. A destacar a todas sus actrices y, en especial, la descomunal actuación de la joven Carla Quílez. El guion no sé si convence tanto. Suro, ópera prima del donostiarra Mikel Gurrea rodada en catalán, se colaba en la carrera por la concha con intención y buena letra. Helena e Iván deciden, como tantos jóvenes idealistas y teletrabajadores, que vivir en el campo e, incluso, trabajar en él, puede ser una gran idea. Pero igual los prejuicios aparecen cuando se viven en primera persona y vivir en pareja con pajaritos de fondo no sea tan idílico. Vivir. Vivir. Una propuesta más que interesante esta del corcho, a la que le sobran ciertas frases y poco más. Molt bé.
Por último, el cine ruidoso, las proyecciones que dividen, los premios que lo son por algo. El laureado, excesivo y debatido Östlund nos lo hizo pasar en grande con Triangle of Sadness, a pesar de cerrar una dura jornada. Una sátira, que no esconde su trazo grueso, sobre el dinero y las clases, que no tiene finura ni final. Quien se apunte a dejarse llevar se verá complacido. Yo me apunté. No tanto a los Crímenes del Futuro, de Cronenberg, Premio Donostia del Zinemaldia, en la que no entré del todo y que necesito revisitar. Pero, no importa. Es Cronenberg, cuyo cine mamé de infante, y cuya frase, tras recoger el galardón, es un grito para no olvidar: ¡Viva el cine criminal! Pues eso: ¡Viva!
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