Sábado noche. Reclusión. Imperaba algo sugestivo en el cartel de Cosmética del enemigo. Amén de un título alegórico y enigmático que favorece la exploración. El pasado de su director; aquella presentación en sociedad con nombre de mujer, envolvía un nuevo pretexto. Al apretar el botón que abre las plataformas de mi televisión —puesto que la película de La 2 ya había sido degustada— y distinguir que la nueva adquisición de Filmin no tenía diamante, no quedaba otra: “ver ahora”.
Sirva decir, antes de empezar mi juicio, que los cimientos que soportan la estructura (una novela homónima de Amélie Nothomb) son desconocidos para mí; y que, por lo tanto, no puedo absorber el funcionamiento como adaptación. El guion, eso sí, sirve para mantener en pie la atención en todo momento; quizá el buen metraje también ponga de su parte. Cosmética del enemigo expone en imágenes un dialogo, en una sala de espera de un aeropuerto, que remonta como viaje al pasado de uno de los dos protagonistas. Una estrambótica e indiscreta joven le cuenta su vida (¿la vida de ella?) a un afamado arquitecto. La primera media hora, ejemplar ejercicio de revelación, asiste al espectador para ansiar más actos. Es su último tercio, el remate de la obra, el que, a pesar de su mayor dinamismo, afloja debido a que el que mira parece ir varias secuencias por delante de la acción. Ya no importa. El cine de catástrofes humanas, incluso la película de fantasmas, está por delante del thriller psicológico.
El filme de Kike Maíllo se destapa como una composición en la que destaca la paradójica utilización de la arquitectura como actante y de la figuración como escenario; el resto de pasajeros que esperan su vuelo son simples columnas, mientras que los muros y cristaleras parecen estar advirtiéndolo todo. Nada más que añadir. Nada más que quitar.
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