Giros constantes en una carretera sin curvas es lo que plantea Lluís Quílez en Bajocero. Un ejercicio que arranca en chaparrón para terminar en un día soleado; que transita desde una urbe saturada hasta un pueblo de la España vaciada. Una película a la que se la saca una punta que, quizá, no tenga —como a la mayoría—; pero que, sin embargo, ofrece lo que pretende: tensión, cadencia, interpretación y denuncia social.
El realizador catalán, acostumbrado ya desde sus cortometrajes en meterse en complicadas producciones donde el frío es uno más de sus figurantes (Graffiti se rodo a 15 grados bajo cero en una ciudad fantasma en la zona de exclusión de Chernóbil), rehíla estereotipos, tanto en la definición de personajes como en la búsqueda de conflictos, con la intención de individualizar un policiaco patrio de complejo diseño y fácil consumo.
No es el estilo de cine del que suscribe. Se trata de pura narrativa activa en cuyo descanso encontraríamos más respuestas. Bajocero es, no obstante, un producto efectivo trabajado desde una representación relevante y desbordada que complace e, incluso, se agradece por sus formas, pero que adolece de identidad. Aun así, es reseñable su número uno mundial de visionados en Netflix este fin de semana. Ahí nada que decir. El furgón que traslada presos ha cumplido su propósito. A positivar el ritmo y a Luis calleja. Yo dejo de teclear.
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