Es tan extrema la situación de Ondina, personaje femenino y protagonista de la película, que existe, en la actualidad, un síndrome que lleva su nombre. Se trata de un trastorno respiratorio, raro y grave, que produce un fallo cardiorrespiratorio durante el sueño. Todo ello proviene del mito de la ninfa acuática Ondina, la cual, al ver como su amado compañero le fue infiel, le condenó a no dormir nunca si quería seguir respirando. Pero como tal arreglo era a todas luces imposible, el desleal amado la acabó diñando.
En el mito, que no en la enfermedad, se ha basado el depurado cineasta alemán Christian Petzold para dibujar el amor extremo y pantanoso de Undine; título que, pasado por el dedazo patrio, ha acabado convirtiéndose en un epígrafe sobremesino y grotescamente descriptivo. Ahí va: Ondina. Un amor para siempre. A ver si el despistado espectador, al darse de cuenta de la nacionalidad de la película, cree que es de esos telefilmes henchidos de color y almibaradas tramas, que invaden las televisivas tardes de los fines de semana.
Sin embargo el director teutón, asiduo festivalero, no hace cine al peso y sus propuestas suelen ser algo menos complacientes. Ondina es historiadora y hace rutas turísticas, hablando de planes urbanísticos, a través de una maqueta gigante de Berlín; no hay que seguir un paraguas levantado, basta con mirar donde ella mira. Pues bien, a los pocos segundos de iniciado el filme, su pareja la abandona y la mitología empieza su curso. Solo le queda dar paso a su venganza y hacer que deje de respirar.
No nos enfrentamos a un thriller, aunque a ratos lo insinúe su formalismo; Ondine. Un amor para siempre (me parto) es lírica y contemplativa, de poca cháchara y miradas sentidas. Pues resulta que Ondina conoce a un submarinista profesional y ese “amor para siempre” se decide a cambiar de bando y a dejar la traducción hispánica en mal lugar. Empieza lo onírico y las tablas de un cineasta que sabe lo que lleva entre claquetas, porque la fábula, en manos menos refinadas, quizá no hubiera llegado a buen embarcadero. O sí. Vete tú a saber.
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