Lubna Azabal y Nisrine Erradi, las dos protagonistas de Adam, tuvieron que pedir disculpas después de besarse en la boca de forma insustancial en la alfombra roja de Cannes, donde fueron a presentar su película. Algo que, parece, que los personajes que interpretan en el filme también deban hacer. El estigma de la maternidad sin figura paterna y el ocultar, entre las paredes de una casa en la Antigua Medina de Casablanca, la compensación femenina a unas vidas golpeadas por el infortunio se plasman en la ópera prima de Maryam Touzani.
“La muerte no pertenece a la mujer”. “Realmente, pocas cosas nos pertenecen”. Este riguroso diálogo entre Abla y Samia, una pastelera y una joven embarazada en busca de techo, comida y un lugar donde dar a luz al hijo que pretende dar en adopción, es la única parte de acusación explícita de la película. Aunque desde los pocos minutos de empezada tenemos claro el argumento, la directora logra que el pequeño escenario doméstico sea el mundo que nos interesa como espectadores. Una denuncia, por otro lado tantas veces planteada, necesitaba individualizarse y encerrarse para dar cuenta de la realidad.
Entre las dos mujeres, y la pequeña hija de Abla, se establece un vínculo resiliente de urgencia y comprensión. Las miradas, el sonido de una radio, las manos trabajando la masa o la apertura de la casa que sirve de mostrador de contextos, a la vez que de pasteles, son tan necesarios como el propio texto del guion. Porque sí. Estamos ante un ejercicio inspirado de contención que al final alcanza su propósito: saber cuando hablar, saber cuando callar y saber cuando culpar.
Es interesante, como conclusión, hablar del lugar más sosegado de esa vivienda convertida en historia. La azotea sirve a las tres mujeres de refugio. Ahí arriba se está más lejos de la calle que juzga y, además, se puede ver el horizonte entre una nube de antenas parabólicas.
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