Sin alfombras, ni fiestas, ni photocall, ni cigarrillos entre pases, ni carreras entre salas, ni debates de barra, parece que un festival pierde su naturaleza. No obstante, al despojarle de dicha periferia, todavía queda el cine. Nada menos. Un cine carente de pantalla grande que, sin embargo, se ha dejado caer por mi televisión, aprobándome el acceso a un certamen al que le tenía ganas.
Esta edición expatriada y confinada del D’A Film Festival —la del cuatro tercios y los jóvenes nostálgicos, la de las familias que enclaustran clandestinas y turbias amenazas, la de la migración global y desacostumbrada, la de los sermones religiosos y recelosos, la del subtítulo final fijado y la de Dwelling in the Fuchun Mountains— ha supuesto un universo de intervenciones autorales con mucho que positivar.
En la sección Talents ha sido perceptible la ofuscación del que empieza; del que, todavía, no tiene que rendir cuentas. Directoras y directores noveles que, exceptuando al realizador de Adam (curiosamente el filme con la iniciativa más evidente, más Sundance, más estadounidense y más televisiva), todos han participado total o parcialmente del guion de sus obras. Sí. En las propuestas es notoria la intención del que no desea masas sino contar una historia (personal en muchos casos); así como son evidentes las referencias y la disposición de sus creadores por alcanzar un público más cinéfilo y analista. Es simplemente un parecer, lo sé.
Pues bien. De entre todas las películas de la sección competitiva destacó, por su contundencia narrativa, su madurez y su formalidad, Dwelling in the Fuchun Mountains. Un debut asombroso, el de Gu Xiaogang, basado en su realidad y en una aclamada pintura china del siglo XIV de casi siete metros de longitud que representa, paisajísticamente, el lugar de nacimiento del cineasta. Y en ese lugar, en la caótica y remodelada urbe de Fuyang, Xiaogang nos centra su drama doméstico a lo largo de un año. En la cinta, la cámara danza entre estancias, parajes y travesías sin olvidar a ningún personaje y fusionándolo con su entorno de manera sublime. Personajes perfectamente definidos que nos cuentan su vida y la de su enorme nación. Unas vidas sociales y políticas. Unas vidas que se definen a raíz de un derrame cerebral de la matriarca. Una panorámica, como la del cuadro de Huang Gongwang (que así se llama el autor), de una joven pareja que recorre la ladera del río hasta subir a un ferry es una de las mejores secuencias, no solo de la película, sino del cine reciente. Igual me he pasado. O no. Fantástica elección la de esta magna obra que, extrañamente, no ha rascado mucho. Esperamos tu segundo envío, señor Xiaogang.
El resto de los filmes de Talents estaban, en mi humildérrima opinión, por debajo de la película del dragón. Aún así, nada que desdeñar a una atractiva selección en la que, Un blanco, blanco día, de Hlynur Palmason, se llevó el gran premio gracias a un luto relatado a la islandesa. Una película donde la niebla consigue que el cielo y el paisaje se embrollen, al igual que las sensaciones del jefe de policía Ingimundur: recién enviudado y cuya única investigación, ya jubilado, consiste en saber si su malograda mujer le puso los cuernos. Un elegante cineasta, este Palmason, que tiene muy claro lo que tiene entre manos. Jorge Riquelme Serrano con Algunas bestias, película ganadora del premio del público en San Sebastián, aturdió por su gran dirección, algo quirúrgica pero atrapante, que encerraba en la pantalla a una familia que se reunía en una isla para ver si invertían en un pequeño albergue; único edificio de su terreno. Pero claro, hay tres cosas que no te puedes llevar a una isla desierta: a la familia, gel hidroalcohólico y a Michael Haneke. El final se huele desde el principio. Y no huele a victoria, precisamente. Muy interesante ver como el realizador divide, como Noé, a los personajes por parejas. Incluso en los créditos finales.
En Nocturnal, Nathalie Biancheri dispone una cámara nerviosa para hablarnos de la extraña amistad entre una adolescente y un hombre mucho más mayor. Película correcta de la que aún rememoro ciertos instantes, pero que se diluirán como lágrimas en la lluvia. Como le ocurrió, desde los pocos minutos de su final, a Disco, de Jorunn Myklebust Syversen, por su reiteración de los sermones y su acusación, clara desde el minuto cinco de la película. Destacar, para terminar las referencias a la sección novel —por la que siempre hay que apostar— un pequeño y emotivo documento, realizado por la española Laura Herrero Garvin, llamado La Mami. Un homenaje, sin aspavientos, de las trabajadoras que bailan y beben con los hombres en un bar de la capital mexicana. Te sientes voyeur en ese baño femenino, pero de una realidad feminista que merecía ser contada. Real. Muy real. Y Abou Leila, del director argelino Amin Sidi-Boumédiène: una película que habla de las secuelas de la guerra y, aunque redunda en lo onírico, consigue que te quedes sin aire y sin espacio en el país más extenso del continente africano.
Hubo muchas más cosas. Y muy positivas. Hubo fantasmas y sonámbulos. Y tormentas nocturnas. Y buenas intenciones. Hubo cine francés, cine ucraniano y cine de Lesoto. Hubo un festival enclaustrado y valentía. Como valiente fue la última película destacada en esta crónica. My Mexical Bretzel es una muestra de ese cine ninguneado por academias y distribuidoras que nacen y mueren en festivales, pero que dejan impronta. Nuria Giménez Lorang, la directora, guionista y heroína del filme, encontró 50 bobinas de 16 y de 8 milímetros repletas de películas de sus abuelos viajando por el mundo en los años 50. ¿Y qué hizo? ¿Ficción? ¿Un documental? No. Hizo magia.
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