“Mientras la guerra sea considerada como mala, conservará su fascinación. Cuando sea tenida por vulgar, cesará su popularidad”, sintetizó Oscar Wilde sin saber que, pocos años después de su muerte, la primera de las grandes guerras cautivaría por su quebranto, sus nuevas formas de destrucción y su patética inspiración. Si el cine necesita de conflictos para deleitar, aquí poseían literatos y guionistas un enorme conflicto del que sacar provecho. Y, aunque desde entonces ha habido conflagraciones para que la creatividad no mengüe, la Primera Guerra Mundial ha dado para grandes películas.
Sam Mendes experto en poner en imágenes las crisis particulares —ya sean la de los 40 en American Beauty o las matrimoniales en Revolutionary Road— y aliado de las tragedias más teatrales, ha apostado, esta vez, por una ciclópea crisis y, en 1917, ha elegido como escenario la Francia nororiental: la llamada zona roja, después de la contienda, por haberse catalogado como “completamente devastada” e “imposible para habitar por seres humanos”. En semejante y pachucho espacio nos ha narrado, de forma prodigiosa, las desventuras de dos soldados británicos que deben atravesar las líneas enemigas para entregar un mensaje que evite el exterminio de cientos de compañeros.
Si bien el argumento es el que es, lo que ha conseguido el director es que acompañemos a los militares en sus sobresaltos y que lleguemos a temer por la metralla en nuestra piel. Un ejercicio fílmico embebido de las circunstancias que rodean cada secuencia; aunque esta parezca que es solo una. Largos planos secuencia, que no necesitan de las tres dimensiones para dar la sensación de inmersión o profundidad, hacen de 1917 una película, por desgracia, más fascinante que vulgar.
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