En un festival, donde la mitad de la secuencia semanal transcurre en Cine. Interior. Noche., el tiempo pasa más deprisa o más despacio dependiendo del enfoque del impactado. Nada tiene que ver con la duración real de la película. El ritmo, la capacidad de sorpresa, encontrarse con un argumento que sobresale por su discrepancia con los temas más universales, la potencia visual, el formalismo filtrado por el cedazo de la autoría disidente, la comercialidad con estilo o tropezar con Oliver Laxe, Bong Joon-ho o Kantemir Balagov hacen que el reloj se convierta en una parte innecesaria de la ecuación.
Justamente, cito a los tres directores que firmaron las tres películas que más me gustaron. Tres filmes —Lo que arde, Parásitos y Una gran mujer— entre las que estaban la más corta y la más larga del certamen. De mi certamen, por supuesto.
Lo que Arde fue cine inmersivo y en 3D sin gafas ni mierdas. Una película, extraordinariamente depurada, que nos enseñó a mirar sin juzgar. En la secuencia inicial, una enorme máquina derriba todos los eucaliptos —especie invasora a la que se ama y se odia— que encuentra a su paso, hasta que se topa con un árbol autóctono, milenario y de raíces poderosas que la hace retroceder. Un instante poderoso, tanto visualmente como de intención, que se vuelve cíclico al tratar la historia de Benedicta: una impetuosa madre gallega que deja de vivir sola cuando su hijo sale de la cárcel tras cumplir condena por haber provocado un incendio. Es enorme el talento de Laxe para introducirnos en los incendios interiores y exteriores de la Galicia rural. Una película que sustituye los fuegos artificiales por, simplemente, fuego. Fuegos artificiales que no son siempre reprochables, como demostró Bong Joon-ho con sus Parásitos. En la rutilante ganadora de la Palma de Oro en Cannes vemos como, mientras los barrios marginados de la ciudad se inundan, en una casa de la zona más noble, un niño acampa en el jardín. Es el inconveniente de vivir en el subsuelo. Vivir por debajo de la línea de la calle es un problema que solo se puede solucionar con talento, embaucamiento o violencia. Vamos, Corea pura. Una gran mujer, del joven Kantemir Balagov, nos transporta a Leningrado, en 1945, para contemplar una ciudad devastada y unas vidas que también buscan reconstruirse. Un dramón (todo hay que decirlo), donde los rojos y los verdes son tan protagonistas como las dos actrices principales y con unas potentes secuencias que permanecen en el tiempo.
El Festival Internacional de Cine de San Sebastián ha estado más cerca de la paridad que nunca. Y no solo por su 30% de directoras en la sección oficial o su 50% en la de Nuevos realizadores, sino por el protagonismo de las actrices y por unas tramas femeninas nada insustanciales.
La realizadora francesa Alice Winocour nos presentó Proxima. Un ejemplar y necesario ejercicio que habla de la dificultad de la conciliación entre la vida laboral y familiar cuando se da el caso de que la interesada es madre, divorciada y astronauta. Un equilibrado filme, sin alardes ni exceso de almíbar, que funciona de principio a fin y es interesante para todo aquel que no busque una película del espacio sino de lo terrenal. Proxima se llevó el Premio Especial del Jurado. Belén Funes se exteriorizó al mundo del espectador de formato largo y al universo festivalero a lo grande. La hija de un ladrón es una excelente ópera prima que no utiliza orquestas para dirigir emociones, y que, sin embargo, esgrime un lenguaje maduro y poderoso para hablar de lo complicado que es formar una familia y evitar la soledad. La secuencia final confirma, al poco de empezar su carrera, a Greta Fernández como una actriz a tener muy en cuenta. De casta le viene al galgo. Y entonces llegó el rigor y el perfeccionamiento alemán con una Ina Weisse de escuela a la que no se le pueden poner peros. The Audition, además, disfrutaba de un guion sólido y de unas buenas interpretaciones. Quizá el paso de los días hizo que solo escucháramos violines. Por lo demás, una de las más correctas películas de la sección oficial. Nada más y nada menos. The other lamb y Rocks fueron pequeñas escisiones que entraron bien en la retina gracias a la buena hora de la proyección escogida por el que suscribe. La directora polaca de la estimable Mug enfocó la denuncia del patriarcado con un anuncio de perfume repetitivo y algo desabrido. Algo parecido a Rocks, de Sarah Gavron, un relato de adolescentes abandonadas, con muchos móviles y una historia que nos sonaba.
Vendrá la muerte y tendrá tus ojos nos describió la dura situación de dos mujeres que han compartido toda una vida juntas y deben enfrentarse a la enfermedad terminal de una de ellas. Una película que aturdió al personal y donde la poesía fue más difícil de desentrañar que conjugar el verbo argüir. En Thalasso, de Guillaume Nicloux, te ríes de vez en cuando. Michel Houellebecq y Gérard Depardieu tienen momentos muy a positivar. Aún así, no es suficiente. No alcanzas a distinguir si estás ante una película o ante un chiste de hora y media. Al menos era ágil, porque el protagonista de Patrick, una cinta a concurso dirigida por el portugués Gonçalo Waddington, va a morir a los 184 años. No sé si los golpes le han hecho vivir tan lentamente o ha sido el director de la película. Una lástima, porque empieza bien y el cierre es muy válido. ¿La hora del medio? Pues eso: mirando crecer la hierba. Zeroville, el esperado filme de James Franco, que al final se proyectó fuera de concurso por haberse precipitado comercialmente en Rusia unos días antes, disparó al espectador cinéfilo con constantes referencias a los grandes del séptimo arte. Sin embargo, se olvidó de hacer una película para ello. Un ejercicio caótico pegado con celo que, eso sí, se dejaba ver. A positivar ciertos diálogos aislados y el concierto de los Stooges en una pequeña sala neoyorquina, que no es poco. Y es que a veces, hacerlo fácil es muy difícil. Con La verdad, el gran Hirokazu Koreeda demostró su capacidad para cambiar de cultura sin desdeñar su talante. Si evitamos comparar al cineasta japonés con él mismo, veremos una buena película, con unas Juliette Binoche y Catherine Deneuve increpándose constantemente que valdrá la pena. En serio.
Amenábar y los cineastas vascos Garaño, Arregi y Goenaga se enfrentaron de manera diferente a la Guerra Civil.
No solamente porque el primero narrara un episodio condensado en unos pocos días y los segundos hablarán de 33 años en la vida de un “topo” escondido en su casa después de la contienda, sino por la limpieza de la ropa, el lenguaje e, incluso, el clima. Si en Mientras dure la guerra podíamos mascar la teatralidad, en La trinchera infinita podíamos oler el paso del tiempo y nos exigía no poca atención entender el cerrado lenguaje de sus personajes. La película de los directores de Loreak fue mucho más profunda que la del chileno-español y un ejemplo de planificación, ritmo y utilización del conflicto. Dicho esto, comentar que Amenábar venció sin convencer al contar una historia necesaria, bien interpretada y recomendable.
Y llovieron pájaros por un incendio en el film quebequés de la realizadora Louise Archambault y llovieron individuos en Mano de obra, primer largometraje del mexicano David Zonana. Dos películas, de pequeña y frágil huella, pero muy buenas intenciones, rodadas de manera antagónica, que pasaron por el festival como unos captadores de ONGs callejeros. Roger Michell, quien se presentó en 2014 a este mismo festival con la elegante y entretenida Le Week-End, volvía a Donostia con un remake de la película de Bille August, presentada también en el Zinemaldia de 2014, Corazón silencioso. Un doble tirabuzón que prometía, cuanto menos, la incógnita de saber si los programadores habían visto una evolución temática. Y resultó que no. La película carecía de sorpresas (ya las conocíamos) y de cadencia. Lo mejor de La decisión fue Kate Winslet. Película sin punch la del inglés, al igual que lo fue la del realizador Tibetano Sonthar Gyal, Lhamo and Skalbe. En el cine chino, sobre todo en el localizado en aldeas remotas, los personajes siempre viajan en pequeñas motocicletas o en destartaladas camionetas con borlas en la parte interior del parabrisas. El problema es que en Lhamo and Skalbe no sabemos dónde se dirigen. Cosas del karma. A Dark-Dark Man, cine negro kazajo, tuvo muchas secuencias para positivar, casi todas ellas provistas de un humor grisáceo, insólito y bien integrado. Sin embargo, su brocha gorda en la definición de personajes y sus más de dos horas, acabaron desorientando a la platea. No así ocurrió con Pacificado. Un filme, con poco riesgo, que entretuvo a todos y que acabó llevándose un triplete: la Concha de Oro a la Mejor Película, la Concha de Plata al Mejor Actor y el Premio del Jurado a la Mejor Fotografía. Un Carlito’s Way de favela provechoso.
Terminemos la crónica de la 67 edición del Festival Internacional de Cine de San Sebastián con unas cuantas perlas y una sorpresa.
El faro, de Robert Eggers, cuenta la historia de dos fareros que trabajan juntos e incomunicados en una pequeña isla de Nueva Inglaterra. Una fascinante película que dejó al público poner de su parte —algo loable ante tanto axioma— con un sublime duelo interpretativo entre Dafoe y Pattinson (ganado por el primero) y con unas imágenes Dreyer que retumban todavía. En La luz de mi vida, Casey Affleck se ponía serio, delicado y paternal con su segunda incursión fílmica, después de aquel experimento llamado I’m Still Here, para desplegarnos una obra con fundamento que narra las peripecias de un padre y su hija en un mundo sin (casi) mujeres debido a un virus. Waiting for the barbarians, de Ciro Guerra, fue un filme italiano, dirigido por un director colombiano, que adaptaba una novela de un escritor sudafricano nacionalizado australiano y con actores americanos e ingleses. Una crítica al colonialismo y a los totalitarismos, desde dentro del Imperio, turbadora y algo irregular. Similar al ejercicio que Costa Gavras presentó al adaptar el libro, de Yanis Varoufakus, Adults in the room, donde nos mostró a los titiriteros de Europa desde dentro, con poca objetividad pero con control y didactismo. Una película que sí sacudió e indignó (por su temática) fue Sorry We Missed You. El siempre necesario Ken Loach denunció, esta vez, la indignante precariedad de los falsos autónomos. El poco aire que nos dejó para respirar y la unión de apuros continuados sobrecargó un poco el resultado final que, de todas formas, fue valioso. Y llegó la sorpresa en forma de payaso loco. El esperado, digan lo que digan, Joker se dejó caer por la ciudad de los pintxos. Y cuando sales del pase de prensa más masificado de los últimos años y ves como la crítica intenta justificar su buen rato (o no) con alegorías social-políticas, sin hacer simplemente crónica de su disfrute, te das cuenta de lo grande que es el cine. Y punto.
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