En el año 1969 aún quedaban restos de los forjadores del cine en los despachos de Hollywood. Un geriátrico fílmico de productores autoritarios que viajaban con chóferes negros y veían, desde las ventanillas de sus limusinas, como las faldas se acortaban y los cigarrillos olían de forma extraña. Era el tercer acto de los sesenta y la contracultura estallaba como el Hot Rats de Frank Zappa o ese aflorado festival celebrado en Bethel, en el condado de Sullivan. John Wayne se retorcía ante tanto hippie antiamericano mientras se proyectaba Valor de Ley. Y aquellas viejas glorías del séptimo arte sonreían al ver que un hombre pisaba la luna, conscientes de que ellos habían logrado que eso sucediera muchos años antes y, además, costará mucho menos dinero. En 1969 los directores empezaron a dejarse barba, a vestir sin corbata y a demostrar que los baby boomers allanaron el empedrado a los millenials. En 1969 se estrenaron las tan crepusculares como iniciáticas Grupo salvaje, Cowboy de medianoche y Easy Rider. Era el momento de alucinar rodando, y no solo viendo películas. Aquella añada, el pequeño Quentin tenía seis años y la televisión prendida. No es extraño que, cincuenta años más tarde, eligiera esos meses tan turbios y fecundos para disponer a los personajes de Érase una vez en… Hollywood.
Quentin Tarantino ha vuelto a sorprender(me), como no lo hacía desde Jackie Brown, con una obra magna repleta de amor a los personajes y al cine; y no solo a sí mismo. Las repetitivas secuencias de sus últimas películas pasan aquí por el tamiz de la estructura y las bien ensambladas escenas retrospectivas. Sus dos protagonistas, antítesis de los Billy y Wyatt de Easy Rider —su odio a los hippies y su mención desdeñosa a Dennis Hooper, son muestra de ello—, se pasean por la pantalla: uno con la seguridad de no haber sido nunca nada y el otro con la incertidumbre del cambio generacional. Siempre inmensos e intensos los Pitt y Dicaprio en sus papeles de actor (Leonardo) y su doble en las escenas de acción (Brad). Casi tres horas, que se hacen cortas, repletas de iconografía, detallismo estético y técnica. El brillante momento de Sharon Tate viéndose a sí misma en La mansión de los siete placeres o la intensa secuencia en la granja de la familia Manson me demostraron que esta vez nada era gratuito, ni siquiera quemar nazis con un lanzallamas.
En definitiva. El que suscribe es de los que sí. De los que han disfrutado de lo lindo con la penúltima de Tarantino. Un director que ha utilizado, en un pequeño instante de Érase una vez en… Hollywood, a Bruce Dern: el único actor de Hollywood que tuvo los huevos de matar a John Wayne.
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