La sensación de estar frente a una película de terror psicológico se acrecienta al leer, nada más terminar Identidad borrada, que en más de 30 estados de los Estados Unidos siguen existiendo las terapias de reorientación sexual; también conocidas como terapias de conversión sexual, reparativas o de deshomosexualización. Un cierre necesario que recalca su carácter de denuncia, pero al que no le hacía falta que se ilustrara con las fotografías de los personajes reales: demasiado distintivo del cine biográfico.
Basada en hechos reales, extraídos de la autobiografía de Garrard Conley, el segundo filme como director de Joel Edgerton cuenta como Jared Eamons, hijo de un predicador baptista, es forzado a apuntarse a un programa para ‘curar’ su homosexualidad. Las terapias de búsqueda de motivos genealógicos, las plegarias como remedio o el utilizar a exgays para demostrar que no todo está perdido, esconden algo más: para ayudar a los involuntarios pacientes a volver al camino de la rectitud es necesario que los padres sean retrógrados, creyentes y, por supuesto, tengan dinero. No vemos a ningún médico, psicólogo o terapeuta en el centro.
Interesante la secuencia en la que, antes de apostar por la academia de la moralidad, los padres de Jared le llevan a una psiquiatra. Una facultativa que niega su desorden, pues, a pesar de su religiosidad, es una persona de ciencia. Como diría Harry Block: “¿Qué hay de malo con la ciencia? Entre el aire acondicionado y el Papa, me quedo con el aire acondicionado”.
Sin embargo no hay chascarrillos en Identidad borrada. Hay una obra discursiva, bien guionizada, hay realidad y hay unos actores que han interiorizado perfectamente sus quehaceres sin histrionismos, sobre todo Lucas Hedges y Nicole Kidman.
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