Barry Jenkins, como ya hiciera con su anterior Moonlight, sigue denunciando, de forma elegante y con una sensibilidad única, los conflictos raciales de la sociedad norteamericana. Un compromiso fílmico que se percibe desde el primer instante, pues utiliza el amor para hablar de odio y el diálogo pausado para hablar de indignación. Sinceramente no entiendo muy bien lo desapercibida que está pasando por la cartelera o su no inclusión en la candidatura a mejor película de los próximos premios de la Academia. El blues de Beale Street es una auténtica obra de arte del cine íntimo y su realizador está demostrando que hacen falta pocos fuegos artificiales para impactar.
En El Blues de Beale Street se cuenta la historia de Tish: una mujer embarazada, en el Harlem de los setenta, que intenta demostrar la inocencia de su pareja en una acusación de violación. Aunque cada secuencia es una representación que funciona en soledad —las escenas de la pareja a través del cristal de la prisión, las reuniones familiares para contar el embarazo o el diálogo con el amigo que acaba de salir de la cárcel—, la ilación del conjunto es una enorme demostración de contención, fotografía, manejo de la cámara y texto bien perfilado. Y aunque los parlamentos parecen la clave de todo, los ojos y las manos de los personajes parecen querer decirnos otra cosa. O lo que es lo mismo, El Blues de Beale Street es una película para ver, para escuchar y para deleitarse. No se va a llevar premios. Quizá por eso es una de las mejores películas del año.
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