“El mundo se divide en dos categorías: los que tienen revolver cargado y los que cavan. Tú cavas.”, le decía el Rubio al Tuco en la famosa escena del cementerio de El bueno, el feo y el malo. En Desenterrando Sad Hill nadie tiene revolver y por eso todos cavan. Sin amenazas, solamente por puro amor al cine. Una pasión que surte cada fragmento de la película y que se sitúa muy por encima de sus formalismos o de sus grafías tan tradicionales.
Como bien dice Joe Dante, en una de las entrevistas, el arte es una religión y, para mucha gente, ir al cine es como ir a la iglesia. Por supuesto. Lo que yo daría por volver a construir la trazada y falsa oficina de El Apartamento o ver desde la esquina, al fondo de aquella taberna, como Liberty Valance zancadillea a Ransom Stoddard. Entiendo, desde la incoherente fogosidad por la ficción, que un grupo de personas quisiera hacer real y recuperar el cementerio de Sad Hill, construido entre Contreras y Santo Domingo de Silos hace 50 años. Y lo entiendo todavía más, después de ver Desenterrando Sad Hill.
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