“Nos dan cocaína para que aguantemos las duras jornadas de trabajo. Después, cuando nos volvemos adictas y la necesitamos, nos la venden por el mismo dinero que les cobramos a nuestros clientes”: un fragmento del texto de Tirana, prostituta albanesa que sufre las duras inclemencias de sus proxenetas en El desentierro, que puede compendiar, no solo la dureza de la trata de mujeres, sino aquello que los políticos, banqueros y mediadores le han hecho al pueblo.
Qué mal está el cosmos en los aledaños de los humedales. La naturaleza humana rebaja la distinguida naturaleza de los marjales para convertirse, cada vez más, en un escenario recurrente del thriller político-costumbrista. En la película de Nacho Ruipérez es la Albufera valenciana la que sirve de trazada para contar una historia de recuerdos e intensidades: tramas inmobiliarias —bienvenidos al paraíso—, mafias del este —nacional y europeo— y secretos de familia que hay que esclarecer con el progreso del metraje.
Estamos ante una película con referentes cercanos que pueden exportarse sin duda. Una narración en flashbacks de dos épocas, 1996 y 2006, que encajan más o menos según el espectador; pero cuyo pulso la convierte en un entretenimiento importante. Los actores hacen el resto. A positivar el uso, no solo del lenguaje, sino de la lengua: en El desentierro se habla español (cada uno con su acento), inglés, albanés y valenciano; sin necesidad de articulaciones neutras ni de obligaciones que sufraguen la exportación del producto.
En la secuencia que nos avanza el des(enlace) de El desentierro, dos personajes circulan con su coche por los caminos arenosos del marjal valenciano y pasan por delante de una gran fábrica de ladrillos abandonada. En fin.
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