Europeizada transición de estilo, homenaje a sus idolatrados cineastas del viejo continente, y un personaje principal fiel a las inquietudes de Paul Schrader es lo que encontramos en El reverendo. Desde Aflicción no trataba, el director, a sus personajes de tan mala manera y de tan buenas formas a la vez. La soledad ambiental e íntima, la culpa y el intento de redención marcan el camino del Padre Toller: un pastor protestante, antiguo capellán castrense, que oficia en una pequeña iglesia a la que acuden menos de una decena de feligreses.
“Somos personas científicas. Necesitamos respuestas racionales” es la refutación, tan poco eclesiástica, que le proporciona el reverendo al marido de una feligresa necesitado de respuestas a su hundimiento. Este diálogo, entre un activista ecológico y un pastor, es el punto de inflexión apresurado al que el realizador —y guionista— se acoge para vertebrar un discurso focalizado en un San Manuel Bueno que, al contrario que el párroco de Valverde de Lucerna, no ha perdido la fe en Dios sino en la humanidad. El resto de luchas internas sí pueden verse como unamunianas. La voz en off, tan necesaria para acabar de leerle la mente a los personajes dibujados por Schrader es, esta vez, la verbalización de un diario que, cada noche, copa en mano, redacta el reverendo como sustitución a sus plegarias. Es esa no pérdida de fe en Dios y una interpretación personal de la Biblia los que registran los nuevos actos del párroco; “he hallado una nueva forma de rezar”.
El texto de El reverendo no encubre las acciones posteriores sino que nos señala intenciones y evita las emboscadas. No hay elementos superfluos en el libreto como tampoco los hay en los escenarios. Unos colores apagados se alían con la personalidad de los protagonistas, al contrario que una escenografía austera y unos elementos equilibrados y simétricos de fondo que se dan de bruces con el desorden personal del primer plano. El cuatro tercios del formato y los escasísimos movimientos de cámara (y solo en momentos clave) ayudan a trasportar ese desconsuelo hacia el espectador.
Scorsese, el director que puso imagen a las palabras de Paul Shrader en Taxi Driver, Toro Salvaje o Al límite, hubiera tratado el guion con otro discurso formal, aunque, seguro, hubiera sido sabedor de todo ese mundo interior de los personajes que traza Schrader; sin embargo, el acierto ha sido dejar al propio guionista que defina su universo. Que pocos cineastas trabajan tan bien los conflictos internos, la angustia vital y las expectaciones de sus héroes; sean taxistas, boxeadores, conductores de ambulancia, policías o sacerdotes.
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