Igual que Jarmusch decía que “nunca trataría de enseñarle a alguien cómo debe de hacer una película, porque eso equivaldría a decirle a la gente cuáles deben de ser sus creencias religiosas”, no hay que decirle al espectador cómo ver una película. Si no hay normas para realizarlas, tampoco las hay para contemplarlas. Ahí está lo complejo de este arte; que el fin es un espectador necesitado de caudal narrativo y el origen un cineasta que busca expresarse. Un festival, sin línea editorial ni asunto o materia de discurso, como es el de Donostia, se convierte en un experimento de programación plural y dispersa. Todos los géneros y formatos, extensos repartos, distintas nacionalidades (aunque aquí, no es tan amplio el espectro) y miradas dirigidas en 360 grados hacen que, de vez en cuando, nos pillen desprevenidos. Cada mañana del certamen, cuando hay entre 4 y seis películas por delante, el futuro asistente no solamente repara en los títulos que va descubrir, ni siquiera en el director que los firma. Lo más importante, y en eso parece que todo el mundo está de acuerdo, es mirar la duración de las obras. Bajar de los noventa minutos es una gran sonrisa y subir de las dos horas un suspiro desazonado. En esta edición han sido muchas las películas que han superado las dos horas. ¿Y tanta introducción para esto? Pues sí. Al grano.
Comparar Rojo, de Benjamín Naishat, con La cinta blanca, de Michael Haneke, es pura herejía que no confeccioné en voz alta por miedo a la agresión verbal y física. Pero lo pensé. La salvedad, que convierte en importante a la película del director austriaco, es que no creo que vuelva a ver la película del argentino. Rojo, etalonada en acabado sesentero y con unos zooms que recordaban a las películas de artes marciales de la década posterior, aparentaba una narración de intrigas, detectives y crímenes sin resolver. Sin embargo escondía algo más: la disección de una sociedad, encerrada, enjuiciadora y dividida en bandos, en los meses previos al último de los seis golpes de estado que Argentina sufrió en el siglo XX. Vaya, quizá sí vuelva a verla.
Beautiful boy se esperaba con glotonería. Que fuera la primera obra filmada en inglés por Felix Van Groeningen, director de Alabama Monroe, y estuviera interpretada por Steve Carell y Timothée Chalamet, hacía augurar que el pasatiempo estaba asegurado. Error. El videoclip constante y la repetición aburrida de la trama aturdieron casi con unanimidad a la platea. El melodrama de un padre que lucha por ayudar a su hijo a salir de las drogas —una y otra vez— se nos hizo bola. Y no vale con un gorro andino para convertir a alguien en drogadicto, señor Groeningen. A positivar la generosísima banda sonora. O no. Mejor solo las canciones, que no es lo mismo.
Y llegó el tiempo del absurdo. Voluntario e involuntario. El cuaderno negro resultó ser un folletín anodino, con unas formas de morir o de aparecer en escena algo cómicas. Hay amores imposibles, amores maternales, duelos con espada y bailes distinguidos. Lo que no entendí es lo del cuaderno negro. Sin tiempo para profundizar en lo visto en los albores de la Revolución Francesa, saltamos 7.388 años hacia delante, mil años arriba o abajo, para adentrarnos en las formas de José Luis Cuerda y de su numeroso elenco. Tiempo después no es Amanece que no es poco. Comparte cierto universo extravagante y esperpéntico, y son numerosos los cómicos que pretenden poner de su parte (quizá demasiados). El resultado es divertido, ameno y presenta un futuro actual dividido en un mundo entero, reducido a un solo edificio, y en los parados que viven en las afueras. La secuencia de Blanca Suarez, Roberto Álamo y Cesar Sarachu rezando El Quijote bien vale un visionado. O dos.
Al igual que hay tomates y condones asesinos; si aceptamos neveras, coches y payasos, hemos de soportar que haya vestidos diabólicos. Y si además es Peter Strickland quien nos lo relata, debemos, por lo menos, esperar un diseño de sonido y unas formas en el lenguaje narrativo discordantes con el popular discurso del cine de terror. In fabric es un cosmos episódico, un tanto surrealista, que se da de bruces con la lógica. La mansión del terror son unos grandes almacenes en periodo de rebajas y el alma en pena es una prenda de color rojo. La película es una homilía libre que no busca contentar a las masas sino a quien quiera seguirle. Es créditos, representación y resonancia. Otra obra interesante del director de Berberian Sound Studio. Como interesante es comprobar que los ingleses juegan al parchís como cogen las rotondas: al revés.
Angelo, película austriaca dirigida por Markus Schleinzer, transporta a la pantalla la vida de Angelo Soliman. Inquieto de mí, al descubrir en la Wikipedia la historia real de este esclavo africano, que acabo siendo sirviente y juguete de la nobleza y realeza europea, el film acabó por acoplarse. El problema es que las formalidades clínicas de la epopeya me sacaban constantemente de la película y que los datos que luego tuve no quedaron despejados en lo filmado. Aún así no acabó por disgustarme. Algo que la incansable y tiroteada Illang: The Wolf Brigade sí consiguió. Prevenido por la salvaje pieza anterior del director coreano Kim Jee-woon, Encontré al diablo, me senté a ver los 144 minutos (dentro de la media) de una nueva película de sección oficial que pronto se estrenará en Netflix. En un futuro próximo, las dos Coreas se unirán para defenderse de sus enemigos. Ante la aparición de un grupo terrorista que se opone a la unificación, el gobierno crea una unidad especial de la policía, llamada creativamente “Unidad Especial de la Policía”, que alcanza tanto poder que el servicio de inteligencia debe intervenir. Con todo eso en mente, empecemos a disparar. Y así sucesivamente. Visualmente es tremenda, que todo hay que decirlo.
La palabra ejercicio es recurrente a la hora de redactar críticas cinematográficas. Pero es en filmes como Para la guerra, del novicio realizador argentino Francisco Marise, donde el vocablo se hace grafía. Unos deberes, surgidos de la escuela de cine de San Antonio de Los Baños, que nos exponen, en primer plano y con acento enredado, a Andrés Rodríguez Rodríguez: un excombatiente de las fuerzas especiales cubanas que busca telefónicamente a su compañeros de batallas. Batallas reales. Como en la película.
Quién te cantará es Carlos Vermut. Es un guión en espejo que peca un poco de exceso de compromiso. Me voy a explicar. La autonomía de estar fuera del circuito y de demostraciones a la galería, hizo, de sus dos anteriores obras, un trabajo brutal y sincero. Sin embargo, aquí había que reafirmarse y, quizá, el tiempo y sus ganas de certificar el puesto han encorsetado algo el argumento. Se ha buscado la perfección. Su perfección. No me ha marcado como lo hizo con Magical Girl, pero me ha gustado. La película cuenta la historia de Lila Cassen, una cantante, ídolo de masas en los noventa, que, antes de su esperado retorno a los escenarios, pierde la memoria en un accidente. Para ayudarle a recuperar la identidad, musical y personal, su asesora decide contratar los servicios de Violeta, la mayor admiradora de Lila. Los tonos morados de los nombres de las dos protagonistas empezarán a trazar esos juegos reflejados y cíclicos que nos llevarán hacia una verdad que llena de vacíos los vacíos.
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