Una pregunta recurrente al volver de un festival de cine discurre en torno a la capacidad de retentiva ante tanta saturación de proyecciones. Una media de treinta películas se embuten en la short list de los espectadores —y cronistas— ávidos de cebarse de contraluces en una semana de propuestas heterogéneas que, por trabajo o por vicio, deben llenar su hipocampo. En mi caso, apunto ciertas notas en mi libreta al finalizar el día para poder hacer dietario de tanto metraje. Más de dos días he pasado dentro de una sala de cine a lo largo del Festival de San Sebastián y, lo que está claro, es que las películas que no precisan de anotaciones son las que más calan. Hagan el ejercicio e intenten acordarse de las películas que vieron el mes pasado. Las primeras, si les resuenan, son las buenas. Digan lo que digan los críticos. Dicho esto, consulto mi cuaderno —o no— para hacer gacetilla de lo visto.
El amor menos pensado, comedia romántica de ágiles diálogos, fue el atrio festivalero. Sin embargo, la calificación no es del todo piadosa. Unos diálogos de escuela argentina, pero sin hondura, se convierten con el paso del tiempo en una repetición de argumentos que justifican el propósito final. Un final, el de la pareja que decide divorciarse sin motivo lúcido, que se nos adelanta en cada secuencia y que, por lo tanto, evita la sorpresa. A positivar a los actores, Ricardo Darín y Mercedes Morán, que soportan un filme algo extendido. Asako I y II, cinta japonesa arribada de Cannes, presentaba también a la pareja como punto de partida. Asako se enamora de un chico rebelde que desaparece a los pocos meses de relación. A los dos años, la joven protagonista acaba enamorándose de otro chico simplemente porque se parece al que desapareció. La premisa y los dos primeros actos fluyen de manera modélica y elegante, quizá un final de ida y vuelta me dejara algo frío y, seguro, se convertirá en una película complicada de rememorar. Louis Garrel y, nada más y nada menos, que Jean-Claude Carrière firman el guion, ganador del Premio del Jurado, de la película L’Homme Fidéle. Simpático ejercicio de estilo, con demasiadas escuelas de fondo, que fluye admirablemente gracias al libreto, a la claridad y definición de personajes y a sus 75 minutos de duración. Marianne deja a Abel por su mejor amigo Paul. Ocho años más tarde (dos minutos en la película), Paul muere y Marianne vuelve con Abel. El hijo de Marianne y Paul y la hermana de Marianne entran en escena para estrenarnos los conflictos. Parece un culebrón, pero no lo es.
El cine español se me abría con Apuntes para una película de atracos, de León Siminiani. Como ya hiciera el realizador con la lúcida Mapa, aquí nos ofrece otro interesante ejercicio de metadocumental donde no solo interesa el tema documentado, sino todo lo que rodea al director y al acto mismo de rodar una película. Siminiani se interesó por un delincuente apodado “El Robin Hood de Vallecas” y este le contestó, desde la cárcel, que sí quería participar del documental. El resultado es una película de atracos desde la pedagogía, la estirpe y las nuevas amistades surgidas de ignorados ambientes. Más cine español, de ficción alumbrada desde la triste realidad, era El reino, de Rodrigo Sorogoyen. Uno de los estrenos más esperados que no defraudó a nadie. Una representación de la corrupción vernácula narrada en un in crescendo constante, con un talento formal y actoral eminente y con las herramientas del thriller. Todo ello conjugado con toques de comedia hiriente y utilizado para demostrar que, más que una pieza periodística, estamos ante cine puro y duro. Aunque joda.
Yuli, dirigida por Icíar Bollaín y con guión del solvente y poco arriesgado Paul Laverty, relataba la vida de Carlos Acosta: un bailarín de orígenes humildes y cubanos que terminó siendo el primer bailarín negro del Royal Ballet de Londres. Una especie de Billy Elliot disléxico obligado por su padre a bailar. La historia de Yuli es la que es. Sin embargo, qué difícil es que te la cuenten y te la bailen tan bien. Ballet y cine cogidos de la mano, de la cintura, del cinturón y del estómago. Una película que debe ser poco analizada y más vivida. Las escenas contadas sin diálogo y con expresión corporal fueron la catarsis necesaria para destacar.
Dos obras contrapuestas, ante la forma de enfrentarse al cine como expresión y al espectador como aspiración, fueron The innocent, de Simon Jaquemet, y Alpha, the right to kill, de Brillante Mendoza. Fatua e intrincada la primera y enérgica y sin profundidad la segunda. Las dos de oficial. La obra filipina se llevó el Premio Especial del Jurado.
Cerremos la primera de las crónicas con la que fue, para A positivar, la película del festival. Puro cine, trabajado desde un guión ejemplar y con unos personajes definidos de manera sublime: Un asunto de familia, de Hirokazu Koreeda. El tema, recurrente en la filmografía del director, vuelve a ser la familia; esta vez desde la dudosa y quimérica posibilidad de poder elegirla. La sinceridad de los diálogos, el hablar a tus pequeños como si fueran personas mayores (que lo son) y la cordialidad del núcleo doméstico se entretejen. Pero no todo es tierno, esta vez, en la película del cineasta nipón. También hay evolución, lógica y expiación. Hay una maravillosa película. En inglés el título es Shoplifters (ladrones de tiendas). En japonés es Manbiki kazoku.
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