Ópera prima de hacer ruido la que Arantxa Echevarría nos destapa estos días en las salas de cine. Todo es primerizo en Carmen y Lola, desde la dirección, perfectamente estructurada en su naturalismo, pero algo reiterada en su lirismo; hasta ese elenco aficionado, devoto y creíble. Una película valiente donde sus heroínas se esconden para fumar al igual que se esconden para amar; porque todo está escrito en sus orígenes y la improvisación social no está visada. En una de las secuencias de Carmen y Lola, varios gitanos, padres de familia, hablan de la modernidad de los últimos tiempos. Ahora ya no se vigila tanto a los hijos y hasta pueden escoger cónyuge. Siempre, claro está, que sea del sexo contrario. El patriarcado está aceptado y se actúa en consecuencia: primero es el padre el receptor de todo el respeto y, tras el matrimonio, llega el marido.
Ahí entran Carmen y Lola. Una acepta y otra recela. Una busca y la otra descubre. Y el espectador se esconde con ellas, incluso cuando la pareja está rodeada de gente. El baile de la pedida de mano es muestra de ello: primeros planos cercanos y enfocados, repletos de miradas y ombligos, que se regalan a nuestros ojos, sabedores de todo. De fondo, una multitud desenfocada palmea y disfruta desde una lógica ignorancia.
Echevarría empieza directa y eso nos gusta. Sabe que el cine es distracción, pero también arma, y su pulso ha querido contar algo más que una historia de amor prohibido. Ha hecho un gran trabajo de casting —enorme la madre de Lola— y nos ha enseñado lo temerario que es, a veces, rodar películas.
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