El espectador está obligado a rellenar huecos intencionados, marca de la casa, y la información viene dosificada: sin presentación de personajes, sin música que encauce las emociones y con una apuesta decidida por el forcejeo argumental. Haneke se acomoda con los acomodados y deja el fondo difuso a pesar de su profundidad de campo. Él lo enfoca todo menos los pensamientos. Es la vida real y, claro, puede molestar a quien busca la satisfacción fílmica mediante la ausencia total de ambigüedad. Pero él avisó. El director austriaco ya nos dejó claras sus intenciones con el título.
Happy end sitúa sus voluntades en Calais. Una ciudad francesa famosa por el Eurotúnel y por tener el puerto con mayor tráfico de pasajeros del país galo. Una inmigración legal y constante que se da de bruces con la realidad de un muro de cuatro metros de altura, barrera de contención humana, y un problema de inmigración que va en aumento desde que desmantelaron el improvisado y enorme campamento de refugiados llamado La Jungla de Calais. Una ciudad de paso en la que se asientan los Laurent, una familia burguesa dedicada a la construcción de muros mentales y, quién sabe, quizá también fueron los encargados de levantar la real empalizada de cemento de su localidad. El muro lo pagaron los ingleses y la directora ejecutiva de la empresa constructora (Isabelle Huppert) tiene de pareja a un banquero londinense (Toby Jones). Ahí lo dejo. O lo deja Michael.
La primera (gran) secuencia, al igual que la última (gran) secuencia, de formato social media, utiliza una aplicación tipo Snapchat. En ella se nos presenta a una mujer que no sabe que está siendo grabada y que, también, mediante textos nos adelantan sus rutinarios movimientos. Es la hija la que graba y nos declara su poca afinidad materna. La mujer que hemos visto acaba en el hospital por un intento de suicidio —o de asesinato— y la pequeña de 12 años tiene que irse a vivir con su padre (infiel) a la mansión de su abuelo (suicida) y compartir residencia, además, con su primo mayor (inestable), su tía (controladora) y su madrastra (inocua). El último elemento del palacete es un bebé, el nuevo hermanito de la niña, que se merece un spin-off para comprobar su evolución dentro de un ambiente tan asentado en el lujo como inestable.
Haneke utiliza sus códigos y su lenguaje en una película nada fallida. Son sus grafías, su perfecta dirección actoral y sus obsesiones las que forman un discurso congénito, y puede que su amplitud de conflictos no haya dejado contento al personal. Sin embargo, esta vez no habla de una pareja o de una disyuntiva histórico-generacional o de una juventud violenta y depravada. Esta vez habla de la familia; de un linaje pudiente que se siente el centro del universo; véase la fiesta de cumpleaños del abuelo. Todos los miembros de Happy End pertenecen a un mismo círculo y cada uno esconde una rémora que no les deja avanzar hacia la felicidad. Cada personaje nos lleva a su director e, incluso, a su filmografía. El final feliz no es el final de la función, sino el que esperan los Laurent que sea el final de su disfuncionalidad. O no. Que cada uno saque sus conclusiones… que eso es lo bueno de este enorme cineasta.
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