Lo importante es lo que sucede delante de la cámara. Y Sean Baker lo sabe. Da igual que la maravillosa protagonista de seis años entre y salga de foco de tanto moverse. Y si hay que bajar el objetivo hasta sus ojos, se baja. The Florida Project puede recordar a ese cine italiano de ajetreo constante y de plática con gritos o, incluso, a ese berlanguiano universo donde todo acontece deprisa y jovialmente a la espera de hacer parada y fonda en una secuencia de risa congelada.
Estamos en los suburbios de Disney World. Aquí los castillos, de fuegos artificiales o de cartón piedra, se ven de lejos; como ese helicóptero que, a diario, traza la enorme línea que separa los dos mundos. En un motel del color de los cardenales y de tonos pastel, donde se asoman a las barandillas los cigarrillos de los que buscan el comadreo, viven Monee y su madre Halley. Viven y sobreviven. Un motel de tiempo definido administrado por Bobby (el nominado por ello Willem Dafoe) que contribuye a que todo siga igual o que, por lo menos, no vaya a peor.
El verano se presenta activo para Monee y su pandilla de piezas inconstantes. No es que lo tengan fácil, pero sí saben adaptarse y hacer de un helado un iceberg, de un mechero un cambio de escenario y de una casa abandonada un parque temático. Es bonito lo que se ve, pero no lo que resulta. The Florida Project es una extraordinaria película desde su “Celebration” inicial hasta ese genial cierre donde el director hace como su jovencísima actriz y aclara que es mejor pedir perdón que pedir permiso.
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