¿Por qué me dijo un afamado crítico que no puedo empezar una crónica con una pregunta? ¿Por qué esa gente joven de la tercera fila del pase de prensa ha aplaudido la aparición del logotipo de Netflix? ¿Por qué los actores hacen tanto ruido cuando beben? ¿Qué significa Pororoca? ¿Por qué la ficción nos gusta más que la realidad? ¿Es la primera vez que una comedia se lleva la Concha de Oro? ¿Qué hace James Franco en el urinario de al lado? Todos estos interrogantes no tienen nada que ver con fastidiar al afamado crítico; simplemente son cuestiones tan poco transcendentales como representativas del último Zinemaldia. Ante esta coyuntura de banderitas y posicionamiento –que ni las diez horas diarias que le hemos dedicado a ver cine han podido con ella–, lo mejor de la semana peliculera ha sido la catarsis mundana que conlleva, la sobriedad social, los pintxos y los zuritos, los debates de entrepases y, claro, las películas: algunas hermosas, algunas analíticas, algunas soporíferas, algunas violentas, algunas de terror, algunas terroríficas, algunas de galanteo, algunas bajo del agua, algunas martilleantes… todas con algo que positivar; como siempre.
Empezaba el certamen con un cineasta de altura al que le dio por buscar en lo más profundo del fondo marino. Wim Wenders ofrecía sobremesa a las diez de la mañana con un film de amor excesivo entre un agente del servicio secreto británico y una biomatemática empeñada en bajar con un pequeño submarino hasta donde no lo ha hecho nadie. Las reflexiones sobre la intensidad con la que los humanos expresan sus obsesiones se entrelazan con otra obsesión: la de dos amantes que desean reencontrase. Inmersión solo se la creen sus dos actores protagonistas (a positivar). El problema es que el director no se la toma en serio y, parece, que el público tampoco. Un telefilme de clase alta que atonta. Sube la música y baja el ritmo.
Luca Guadagnino, que se nos presentó hace algunos años con esa ñoñería sin sentido llamada Melissa P, lleva, desde entonces, un portentoso in crescendo que ha alcanzado su cumbre con una de las mejores película de la temporada. En Call me by your name no sobra nada. El director italiano renuncia a las florituras de Io sono l’amore para dejar que sus personajes nos lo cuenten todo: Elio es un inquieto adolescente de 17 años que se enamora de Oliver, un universitario invitado por su padre para preparar el doctorado en la villa donde veranean. Rodada magistralmente en tres idiomas justificados (italiano, francés e inglés), Guadagnino nos ofrece una depurada obra que no habla de homosexualidad latente sino de la cicatriz del primer romance y del amor correspondido. A positivar a la dupla de actores, Timothée Chalamet y Armie Hammer, de los que se va a oír hablar mucho; y el respetuoso y demoledor diálogo que Elio mantiene con su padre, una de las mejores secuencias del festival.
Cada uno extrae su creatividad como le sale de los huevos. No es una soez gratuita, en serio. Hay que ver El autor para darse cuenta de lo estomacal que resulta en ocasiones la creación. En la última propuesta de Martín Cuenca, Álvaro escudriña el germen de su gran novela observando y escuchando su nueva realidad. Esa a la que la separación de su mujer, una escritora reconocida, le ha empujado. Sus anónimos vecinos deben dejar de ser sombras proyectadas en el patio de luces; sus vidas deben ser contadas. Y si esa nueva realidad se vuelve monótona, debe ser cambiada. Álvaro está interpretado por el genial, como siempre, Javier Gutiérrez, y la película se presentaba como una potencial candidata a todo.
Entré con ganas en The Square. La última Palma de oro y Ruben Östlund eran dos premisas que se paseaban por Zabaltegi para cerrar una primera jornada que, aunque no empezó del todo bien, pretendía la remontada. Fuerza Mayor, su anterior trabajo, pulido tratado de la supervivencia, se veía incrementado esta vez en metraje y presupuesto. La historia no era sencilla: Christian es el programador de un museo de arte contemporáneo que debe promocionar una exposición que estimula la filantropía. Tiene que contratar a una agencia de publicidad para difundir el evento y, además, le roban el móvil. Dos inferencias estas que se hilan en la película para que el cineasta sueco convierta la incomodidad justificada de sus anteriores obras en una molestia mucho más fatigosa. Hay momentos de gran cine y secuencias hilarantes que compensan, pero el resultado final aturde por sus excesos y porque parece utilizar para su película aquello que el director reprocha en su contenido: los inaccesibles mensajes del mundo del arte moderno o, simplemente, del mundo moderno. Eso sí, a positivar que te ríes bastante; por lo menos la primera hora y media. Continuará.
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