Un edificio de barrio obrero. El Vallecas de principios de los 90. La madre trabaja en un ancestral bar ibérico de espejos con gambas y calamares dibujados y zarajos en el mostrador. Las tres hijas, y el hijo pequeño, van a un colegio de monjas. El padre murió. La primogénita tiene que cuidar de sus hermanos pequeños debido al intempestivo horario de su madre. Suenan abusivamente los Héroes del Silencio y los anuncios de la tele se cantan. Los policías, de paisano y uniformados, conducen coches que marcaron nuestro destete: esos Renault 21, esos Ford Orion y esos Opel Kadett. Los pantalones de pitillo no los llevan los modernos sino los rockeros y las camisas estampadas son cosa de la reminiscencia quinqui de periferia. El gotelé sigue efervesciendo y los poster se cuelgan con chinchetas. Es cine. Es de género. Está basado en hechos paranormales. Es de terror. El hijo de Rosemary no vive junto a Central Park sino al lado del campo del Rayo Vallecano.
Ese cine, que utiliza ese contexto, nunca había sido de terror. Había dado miedo por sus temas, sí. Pero no era de terror. Las casas victorianas, la música sinfónica y los vestidos pomposos daban más juego. Y ya era hora de que alguien aprovechará que, por aquel entonces, las revistas regalaban casetes con psicofonías y tableros güija (sí, existe, lo dice La R.A.E.). Paco Plaza demuestra con Verónica que se puede hacer una película de terror interesante, diferente y aproximada a nuestra mocedad; por lo menos a la mía. Unas niñas hacen espiritismo, vasito en dedo, y lo que hacen es liarla parda e invocar a una especie de alma en pena que decide hacerle la vida imposible a una de ellas. Y así hasta el final. Una película con muy buen ritmo que, sin embargo, sobrelleva una monja de ojos blancos y un monstruo vestido de negativo de momia, que nos sacan de esos contornos castizos. No importa. Se pasa un rato mal… y bien. Y sale una actriz, de nombre Sandra Escacena, que huele a Goya y a futuro.
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