Carla vive en Barcelona. Es una mujer de unos cuarenta años que esconde su naufragio vital apoyando los codos en la barra de los bares de copas, tomando cocaína, conversando con el menor número de palabras posibles y permutando alcobas. Su hermana Blanca vive en Almería, es un poco más joven, está casada y tiene una hija. Tampoco parece tener una vida completa; su ofuscación es trabajar como actriz y que su marido, simplemente, trabaje. El padre de las dos hermanas, que también vive en Almería, es profesor y dueño de una autoescuela. Se está muriendo. Carla viaja hasta Almería para ver a su padre y a su hermana. Blanca asume el destino de su progenitor. Carla delega su pena en la rabia y prefiere no enfrentarse a los hechos.
El director Lino Escalera se engancha a la situación de ese tríptico de personajes para lograr una película tan certera como cruda. Las excepcionales interpretaciones y unos diálogos tremendamente auténticos se encargan de introducirnos de lleno en una realidad que está ahí, de la que huimos y a la que nadie quiere enfrentarse. Y no es el tema de la muerte el que se impone en primer plano; sino que permanece de fondo y de fundido a negro. Delante subyace el miedo al diálogo frontal y a llegar tarde a todo. Y en un guión bastante redondo son los silencios los que más hablan: somos más lo que callamos, “las cosas que no dices y se quedan ahí” como le comenta Blanca a su hermana. Habla, habla, habla cuando aún estés a tiempo, parece decirnos Nunca sé decir adiós.
La historia, basada en parte en una situación personal del coguionista Pablo Remón, autor del interesante y muy dialogado cortometraje Todo un futuro juntos, es admirable desde su intencionalidad y muy ajustado a su propósito. Un libreto encumbrado, todavía más, por tres actores imponentes tan metidos en sus papeles que llegan a asustar. Hasta la próxima.
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