Empecé el año con Leviathan de Andrey Zvyagintsev y, prácticamente, lo termino con El Club de Pablo Larrain. En medio, entre tanta amalgama fílmica, sobresalen Taxi Teheran de Jafar Panahi, El hijo de Saúl del húngaro László Nemes, Fuerza mayor de Ruben Östlund, Les démons de Philippe Lesage, Anomalisa de Charlie Kaufman y Duke Johnson e Inside Out de Peter Docter y Ronnie del Carmen. También ha habido desconciertos agradables e inesperados como It Follows de David Robert Mitchell, Calabria de Francesco Munzi, Foxcatcher de Bennet Miller y Nightcrawler de Dan Gilroy. Y así, sin gastar excesivas meninges y excusando la que parece ser la lista exigida de mejores películas del año, hago la introducción de El Club: una de las tres mejores películas que he visto en 2015. ¿O la mejor?
Me descubrí con la boca abierta en alguna de las secuencias de la última película del chileno Pablo Larrain. Un filme brillante, valiente y doloroso que enjuicia desde la lejanía. ¿De qué va? Cuatro sacerdotes, por sus malas acciones en el seno de sus parroquias (no sólo se habla de abusos), son obligadamente retirados a una casa aislada de un pueblo costero. Allí deben purgar sus pecados. Sin embargo los pecados que perdona la Iglesia son delitos que se deben a un castigo más terrenal. En El Club la culpa no se castiga sino que se oculta debajo de una alfombra con vistas al mar y a un cielo nada figurado. Así, jornada tras jornada, entrenando un galgo, cantando misas domésticas y confesándose entre ellos, bajo la supervisión de una religiosa, ven pasar el tiempo hasta que llega un nuevo residente que, además de consternación, se halla de repente con una pistola. Un episodio desagradable se acerca; un suceso que no traerá como consecuencia ningún juicio legal sino uno moral: un jesuita de la nueva ola eclesiástica se acogerá a sagrado para comprobar que las ovejas negras siguen encerradas a pesar de su descarrío.
La cámara se acerca y se aleja de la acción, como un dios alegórico que no juzga sino contempla; la genial escena de la prohibición del alcohol por parte del jesuita da fe de ello. Y dale con la fe. Los sacerdotes inculpados creen en Dios pero no en sus pecados; creen que lo que hicieron no fue amoral, anticlerical o ilegal, acaso una especie de designio divino. Así lo expresan en entrevistas con el cura joven: hablando prácticamente a cámara. Otra vez Larrain y su destreza.
Es El Club, me confirmo, una de las mejores películas del año. Thriller, terror, drama e, incluso, sonrisa congelada de a ratos. Sublimemente narrada, es inquietante en lo que muestra y en lo que se deduce de sus diálogos, de sus silencios y de sus acciones. El Club demanda recogimiento y meditación; pero al espectador, no a sus adjuntos.
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