William Friedkin llevó cincuenta veces su película A la caza (Cruising, 1980) ante el consejo de la Asociación Cinematográfica de Estados Unidos. Su intención era que ésta no obtuviera la calificación X y pudiera proyectarse en las salas de ese cine descuidadamente llamado ‘convencional’. Tras 50.000 dólares, el controvertido filme pudo ver la luz; pero no sin antes borrar 40 minutos de metraje. A la caza cuenta como un policía (Al Pacino) se infiltra en los ambientes gays más duros de Nueva York para investigar una serie de asesinatos. Se supone, se cree, se rumorea que esos 40 minutos explicitaban los aspectos más sórdidos de los clubs; incluso que Pacino participaba activamente del desenfreno. Nunca se sabrá, pues el contendido eliminado fue destruido.
Treinta y tres años después, el discutible e inquieto James Franco y Travis Mathews dirigen un largo mediometraje o un corto largometraje de 57 minutos cuyo título es Interior. Leather Bar. La dupla de realizadores ofrecen una no ficción donde tratan de recrear la parte censurada y sacrificada de A la caza. La sorpresa del proyecto es que lo que parecía que solamente iba a ser una serie de imágenes provocadoras de sexo palpable y real —que lo hay—, acaba siendo todo un ejercicio reflexivo sobre el mundo del cine y de la actuación.
La trama no trata de recomponer esos 40 minutos desaparecidos, sino del proceso de recrearlos. La incomodidad de los actores para ejecutar e, incluso, presenciar ciertas escenas explícitas de sexo gay; el revuelo que crea el sexo en el cine estadounidense y el poco que crea rebanarle el pescuezo a un vietnamita, o dónde están los límites de la interpretación, son cuestiones que se pueden extirpar del interior de ese Leather Bar.
Un falso documental que deja claro que lo es mediante una escena a positivar: el protagonista, fuera del plató, repasa su guión sentado en el suelo con la espalda apoyada en la pared, y lee: “Exterior del plató. Sentado en el suelo con la espalda apoyada en la pared, el protagonista repasa su guión”. Una propuesta poco conservadora que, a no ser que le quiten unos minutos de metraje, tendrá que vagar por festivales hasta acabar en alguna sala estadounidense que permita la proyección de películas calificadas X. El círculo se cierra.
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