Es importante dormir en San Sebastián. Las luces apagadas y las películas contemplativas no siempre son una buena mezcolanza. Es más, si le añadimos la contundente gastronomía popular donostiarra, hay veces que ni la conocida píldora universitaria lograría que tus párpados permanecieran sin darse un apretón. Franqueada la intensa y recién aterrizada jornada inaugural, tocaba dormir y seguir viendo cine. Después de Truman: la favorita, por ahora, para llevarse la Concha de Oro; no sólo por su claridad narrativa, sino porque era la única que había entrado en concurso, tocaba encararse a más sección oficial y a los disparos casi seguros que suponían las perlas.
Empezó el día con una clara vocación visual. La que nos prometían Terence Davis y la cineasta francesa Lucile Hadzihalilovic. No se puede negar que el director británico sabe lo que quiere contar y que lo hace bien, el problema está en lo extenso del metraje propuesto y en la pluralidad de conflictos. Su película, de nombre Sunset Song, adapta una novela del autor escocés Lewis Grassic Gibbon y cuenta las vicisitudes de Chris Guthrie, la hija de un campesino de corte ultraconservador y violento que lucha por encontrar su lugar, su pareja y su destino junto a una madre ninguneada y a un hermano maltratado. Y eso es sólo el principio. A partir de ahí: hay que embarazar a su madre a la fuerza —a poder ser de gemelos—, hay que hacer que el hermano emigre en busca de menos moratones, hay que realizar felices catarsis para, a los pocos minutos, rematarlas con guerras que cambian personalidades; y así hasta tener tanto contenido como para rodar la versión escocesa de Leyendas de pasión. En palabras de Terence Davis la película ha sido rodada en 65 milímetros para «garantizar la profundidad, la claridad y el impacto emocional en la pantalla». Y sí, a positivar el acabado del filme, pero hasta en eso demostró que era todo excesivo. No me pareció una película con posibilidades de premio gordo. Aunque, por lo obvio, sí me pareció que podía llevarse la Concha a la mejor fotografía. Hasta que a los pocos minutos vi la obra de Hadzihalilovic. Evolution era otro importante documento, por lo menos en lo que concernía a su imagen. Sus primeros minutos te sumergen, literalmente, en un mundo diferente. Una isla remota habitada únicamente por mujeres y niños, donde estos últimos son tratados como incubadoras y son objeto de extraños experimentos. De diálogo escasísimo y con sonido de olas envolviéndonos, lo interesante de su primera parte se me fue diluyendo hasta amalgamarse y formar una especie de sopor que pude controlar por su fotografía (A positivar) y por su poca duración. Algo que no pudo hacer un espectador sentado unas butacas a mi izquierda ya que le añadió unos sonoros ronquidos a la banda sonora.
“A pesar de su sátira, a menudo acertada, la floja trama de Mi gran noche parece haber sido escrita en el reverso de una servilleta en una tarde de borrachera”. La verdad es que el crítico del Screendaily puede estar en lo cierto. Sólo que una tarde de borrachera, y más si se alarga hasta altas horas de la madrugada, puede ser altamente productiva. La desinhibición etílica de Álex de la Iglesia y Jorge Guerricaechevarría les ha llevado a ofrecernos una película que es puro divertimento. Ritmazo y escándalo —soy un escándalo— para una película muy de su autor. No engaña a nadie y, a diferencia de Las brujas de Zugarramurdi, esta vez sí mantiene la tensión durante todo el filme. Las escenas de Raphael, interpretándose aquí como Alphonso, son impagables y todo el elenco está a la altura de una función que distrae. Mi gran noche estaba fuera de concurso, pero ayudó a sacar sonrisas en un festival que no optó por la comedia precisamente.
21 nights with Pattie de Arnaud Larrieu y Jean-Marie Larrieu es una película de domingo por la mañana. Simpática en su primera hora, se empieza a reiterar en su nudo y desenlace. Caroline es una cuarentona parisina que aparece en una zona rural del suroeste francés para organizar el funeral de su madre, con la que no tenía mucho contacto. El problema es que el día del entierro el cadáver desaparece. Una especie de thriller costumbrista cuyo hilo conductor es el carácter de la fallecida: una forma de ser que cautivaba a toda persona que tuviera contacto con ella y que, después de muerta, también afectó a su hija. A positivar el sexual y lenguaraz personaje interpretado por Karin Viard. Tras esta verborreica película francesa entro el sosiego de Rúnar Rúnarsson. Sparrows, a la postre vencedora de la Concha de Oro, nos contaba el relato de un adolescente que debe cambiar de escenario de modo rotundo, y pasar de vivir con su madre en Reikiavik a hacerlo con su padre en un remoto espacio rural, tan hermoso en su panorama como desolado en su paisaje humano. No esperaba yo el triunfo de una cinta que, aunque sugestiva, nos recalca hasta la saciedad el fracaso de una comunidad sin más futuro que el alcohol, las drogas y el sexo. Una población fría por fuera y por dentro, cuyo apego a la tierra proviene del puro conformismo.
Sin embargo, hablando de apego a la tierra, faltaba una de las sorpresas del festival: Amama o la confirmación de la elegancia y la fuerza del cine vasco reciente. La familia en disyuntiva y evolución constantes y la lucha entre tradición y modernidad son dispuestas con un estilo potente y poético. Asier Altuna hace una película de cabellos, de ojos y de manos. Manos rigurosas señaladas por la costumbre, manos familiares, manos artísticas, manos torpes e inseguras, manos confusas y manos firmes. Una metáfora constante de raíces y causas. Hermosa película Amama.
Yo, él y Raquel, la gran triunfadora del último Sundance —público y jurado— y la película más indie del festival fue de sonrisa y lágrima unánime. Refinada en su tratamiento de la amistad entre una moribunda alumna de instituto y el protagonista total de la obra, el filme es muy atractivo y la definición de sus personajes es ejemplar. El ‘yo’ del título es un adolescente que pretende pasar su juventud sin destacar y sin profundizar en ninguno de sus círculos, incluido el familiar. Sin embargo, el tener que, obligado por su madre, fraternizar con Raquel (the dying girl, en su descriptivo título original), le empieza a hacer destacar de forma tan inconsciente como poco deliberada. A positivar el homenaje al cine europeo y de autor que, en forma de versiones personales (dirigidas por el ‘yo’ y el ‘él’ del título) aparecen en constante goteo durante la película. Unas perlas dentro de una perla. Pero a esta sección le quedaba una de las más deseadas. Le llegaba el turno al siempre original Charlie Kaufman y a su hermosa Anomalisa. Un stop motion que nos cuenta la vida taciturna e reiterada y de un motivador profesional al que todo el mundo le suena igual. Hasta que una voz de mujer le hace tener una pequeña expectativa. Un genial trabajo, del creador de Cómo ser John Malkovich, sobre el amor y la soledad, tratado asombrosamente y con una de las escenas de sexo más emotivas del cine, y eso que son monigotes: en el sentido de la palabra que cada uno quiera interpretar.
Mañana es lunes.
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